LA SEÑORITA ETCÉTERA
ARQUELES VELA
La Señorita Etcétera © 2024
Arqueles Vela
Oscar Sierra-Pandolfi
Edición hondureña 2024
Solamente para fines culturales.
A mis compañeros de cuartillas en El Universal Ilustrado
A. V.
I
Llegábamos a un pueblo vulgar y desconocido.
Todos los pasajeros habíamos urdido esa fugaz amistad de calceta provisional que se urde durante el ocio de un camino vertiginoso de hierro.
Por un accidente inesperado, tuvimos que dejar un momento los vagones y asaltar la primera estación del itinerario. La ciudad estaba a oscuras. Los huelguistas habían soltado un tumulto de sombras y de angustias sobre la turbia ciudad sindicalista.
Caminábamos un poco medrosos y el frío nos hacía más amigos, más íntimos, más sensibles...
Yo compré mi pasaje hasta la capital, pero por un caso de explicable inconsciencia, resolví bajar en la estación que ella abordó.
Al fin y al cabo, a mí me era igual...Cualquier ciudad me hubiese acogido con la misma indiferencia.
En todas partes hubiera tenido que ser el mismo…
Sin duda, el destino, acostumbrado corregidor de pruebas, se propuso que yo me quedase aquí, precisamente aquí. Con ella…
La calle fue pasando bajo nuestros pies, como en una proyección cinemática. Era la hora en que todo parece estar convaleciente.
Las cosas se iban quitando silenciosamente su antifaz cloroformizado...
Los mástiles de los barcos empujaban su ansiedad, queriendo descolgar los frutos encendidos más allá de los cielos.
De cuando en cuando, la concavidad gigantesca del árbol movía inusitadamente sus ramajes de bote en bote y desprendía el inevitable fruto picado por los pájaros ultracelestes...
La inquietud lo levantaba subsilente, como en un juego de beisbol…
Ella me contempla en silencio. Yo no podía eslabonar ningún pensamiento con mis ideas “empasteladas” por los sacudimientos de mi alta marea…Sin embargo, sentado allí, junto a ella, en medio de la soledad marina y de la calle, me sentía como en mi casa...
Disfrutaba de un poco de música, de un poco de calor, de un poco de ella.
Cuando empezó a estilizarse la decoración imaginista, me di cuenta de que había estado alucinado de un sueño...Era una ciudad del Golfo de México. Acaso yo me encontraba allí por una equivocación en las direcciones de mi bagaje ilusorio...
De todas maneras ya no tenía remedio.
—-¿Qué iba a hacer?
Lo de siempre. ¡Nada!
Me acostumbraría a vivir detrás de una puerta
o en el hueco de una ventana. Solo. Aislado. Incomprendido...Tendría que pregonar por unas cuantas miradas o unas cuantas sonrisas, algunas EXTRAS de mi vida inédita.
Como no hablo más que mi propio idioma, nadie podrá comunicarse conmigo...Tendría que volver a contemplar, confundidos con los programas idiotas que se embobaliconan en las esquinas intelectuales de las ciudades civilizadas, mis sensaciones desbordadas con la tinta dolorosa de mi vida. Para asirme más a la absurda realidad de mi ensueño, volvía a verla de vez en cuando. El azar nos bajó de un viaje arbitrario y nos acercó sin presentaciones, sin antecedentes; era, pues, inevitable y hasta indispensable que siguiésemos juntos. Además, la casi furtiva amistad que enhebramos me había hecho creer que estaba enamorado de ella...
El sueño comenzaba a desligarme.
Sentí cansancio. Su languidescencia doblada sobre mis brazos con la intimidad de un abrigo, se había dormido...
Era natural. Seis días de viaje incómodo la hacían perder su timidez. No era por nada...
El cansancio también la desligaba a ella de todas sus ligaduras.
Pensé...Ella podría ser un estorbo para mi vida errátil. Para mis precarios recursos. Lo mejor era dejarla allí, dormida. Huir....
De pronto me acordé del calendario amarillento de mi niñez sin domingos.
Del alba atrasada de mi juventud, de mi soledad. Acaso ella, era ELLA... Y me eché a andar yo solo. Hacia el lado opuesto de su mirada...
II
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15,
16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26...
¡Un reloj!... No. No es posible. Imposible...
Mis ojos se fueron quitando, poco a poco, la goma del amodorramiento de las noches palingenésicas,del insomnio producido por el ajetreo mental, que se va extendiendo en un cansancio de corriente apagada, por las fibras de nuestro equilibrio sensitivo.
Una campana seguía clavando en la beatitud de la ciudad su humilde inconsecuencia.
Un sentimiento impreciso me agarraba del cuello. Con la temblante seguridad de que a una leve insinuación de sus movimientos hubiera desandado la idea de alejarme, me paraba a cada momento. Su recuerdo se enrollaba en mi espíritu. Su voz naufragaba en el sonambulismo de la hora, como las voces muertas de los teléfonos...
Inútil oponerse. Yo estaba condenado a olvidar todas las cosas.
A despegarme de ellas, con una facilidad torturante. Tal vez había perdido lo único que hace bella la rotación de nuestras elipses...
Ella se quedó, allá muy lejos, descendiendo del paracaídas de su ensueño. Yo, arrastrando su recuerdo, me dirigí al café. El café llegó a ser mi otro yo. Todos los días, todas las noches, después de la cotidiana vagabundez de mi trayectoria, aburrido de encontrar las mismas siluetas escrutadoras en las callejuelas, de contemplar la estúpida fachada de las casas y la sonrisa boba de las ventanas, me refugiaba en el café. Casi me iba acostumbrando a su vida inmoble.Me divagaba con sus frases estereotipadas en la pared, con sus caras parroquianas, con su aislamiento de las calles estentóreas y vociferadoras.
Hay algunos cafés tan aproximados a la vida, que dan la sensación de que uno cena, bebe, ríe, en medio de la calle, con los transeúntes impertinentes, estropeadores...
En donde es muy posible que, distraídamente, nos tomen del brazo y nos sigan contando la misma aventura a lo largo de la calle…
Los espejos multiplicaban simultáneamente, con una realidad irrealizable de prestidigitación, las imágenes rimmeladas de mi catálogo descuadernado...
Cuando la vi por primera vez, estaba en un rincón oscuro de la habitación de su timidez, con una actitud de silla olvidada, empolvada, de silla que todavía no ha ocupado nadie...
Sus ojos tenían una impávida inocencia de la vida. Parecíase a esas mesas de los cafés, embrolladas
de números, de cuentas, de monigotes, de intimidades de los parroquianos asiduos.
Sin duda estaba allí por necesidad...
Viéndola, auscultándola, vivía retrospectivamente. Sus miradas, sus sonrisas, sus palabras me envolvían en la bruma de los instantes vividos en un vagón sahumado de imposibles.
En mi imaginación ya no existía solamente ella, no era solamente ella; se fundía, se confundía con esta otra ella que me encontraba de nuevo en el rincón de un café. Desde entonces, ya no pude vivir los días y las noches separadamente.
Mi ocio se había quedado, como el de los demás parroquianos, pegado a la pared...
Cuando ella servía, indiferente, a todos los intrusos que ensordecían el ambiente de humo y de gritos, me alejaba un poco entristecido, sin pensar en su embrujamiento.
Una noche entré al café con la intención de decirla muchas cosas, de enhebrar una conversación que nunca habíamos tenido, pero que yo consideraba interrumpida...
Al acercarse, me miró de tal manera, que sentí encenderse el recuerdo de la mirada de ella… Balbuceó no sé qué palabras, como en secreto,
y la hice una promesa. Nos veríamos siempre...
III
El balanceo premeditado por las irregularidades
de la vía, sacudiendo las sombras del vagón, desintegraba un sueño de doscientos kilómetros.
Los porters nos habían repartido en las celdas del pulman, con una intransigencia insoportable.
De cuando en cuando, la fuga del paisaje al carbón, emborronado por la acelerada carrera del tren, hilvanaba mi vida interrumpida por las estaciones…Los pasajeros eran los mismos de siempre...
Al bajar, los cláxones de los automóviles olfateando la traza de los viajeros se acercaba con zalemas zigzagueantes de reconocimiento coreando su LIBRE insistente.
El otoño comenzaba a recoger las primeras hojas volantes que repartía el viento.
Yo me sentía con esa profunda nostalgia que se va acumulando en las estaciones solitarias, recordadas por unas cuantas luces mortecinas, alegradas o entristecidas por los pitazos de los trenes. Mi espíritu se ensombrecía como esos carros desorillados de rieles mohosos, en los escapes de las vías...
Yo no era más que un carro en donde todo se había ido, un carro olvidado, con sus miradas perdidas paralelamente, a lo largo del camino. Agobiado, ahumado de tantas saudades, empecé a recorrer las emociones desconocidas que atardecían en la ciudad.
Bajo el azoramiento de las calles desveladas de anuncios luminosos, me dejaba estrujar por sus turistas, sus mujeres elegantes, sus esnobs de la moda y del sistemático vagar por las aceras desenfrenadas.
El parpadeo de mi semáforo columbró, a lo lejos, su silueta confundida de vela que se desprende y se va a pegar a los mástiles atmosféricos, cuando un viento agita la epidermis del mar...
No tenía la seguridad de que fuese ella, pero su figura descolgada de mis recuerdos se estatizaba en la penumbra de un daguerreotipo.
Caminé tras ella con la paradoja de que era Ella, de que su voz submarina volvería a colorear la esponja de mi corazón que se llenaba continuamente de remembranzas de ellas. Su andar ligero impulsaba mi astenia. Casi me arrepentía de haberla dejado instintivamente a la orilla del mar o en la habitación oscura de un café.
El contacto inesperado con la multitud hacía balbucientes mis ideas, mientras ella se alejaba con mayor rapidez de mi memoria. Cuando casi me decidía a confesarla mis presentimientos, se perdió al través del cristal de la vitrina de un almacén.
La contemplaba imaginariamente.
Quería retener sus contornos, sus miradas, sus sonrisas.
Adivinaba sus movimientos para desasirse de mí, para librarse de mí...
Se quedaba para siempre entre perfumes, embalsamada de alucinaciones, de esperanzas. Se quedaba allí, eternizada. Se esfumaba…
No me quedaría de ella sino la sensación de un retrato cubista.
Una pierna a la moda con medias de seda, ruborizada de espejos…La otra en actitud de hinojosa…
La insinceridad de sus guantes crema…
Su mirar impasible...
Su ropa interior melancólica...Su recuerdo con pliegues...Se disasociaba en la vitrina de un almacén lujoso, infranqueable…
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