El círculo de los caballeros Cómics MELVIN SALGADO & OSCAR SIERRA PANDOLFI

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El reportro(2)xx



Primera Parte


Macuto y Plegaria creían que se volverían a encontrar en la fatídica baticueva del barrio, al otro lado del muro desgajado de don Portan, donde los rayos gamma penetraban los portales electrónicos oxidados de la casa abandonada de los superamigos. Me sorprendí al mirar la cara de Macuto, como el rostro de Frankenstein, frente cuadrada, la nariz de Pinocho, labios leporinos torcidos con su camino del Padrino II, con la abominable interpretación de Marlon Brando, con un diente picado en los maxilares frontales. Plegaria intervino y me dijo, casi tartamudo, mordía las letras antes de hablar, te acordás de Juan bobo. Si, Juan, el pobre e inocente, siempre estaba perdido en las brumas de la ingratitud. Cada mañana, su madre, como una cálida luz matinal, le encomendaba una tarea sencilla, pero él, como un torpe caballero, la cumplía con devoción. Sin embargo, hubo un día en que ese corazón bondadoso se cansó de ser el bufón de los necios y decidió trazar su propio destino. Con pasión y afán se  


sumergió en las páginas de un libro y su corazón se encendió en llamas, consumiéndose en el ardor de la sabiduría. Así, se convirtió en el más erudito de la región, aquel cuyo conocimiento era tan vasto como los campos de trigo al sol. Ahora, todos acuden a él en busca de su iluminación y él, con una sonrisa enigmática, se deja llevar por la melancolía de la ironía, recordando sus días como el 'bobo' del lugar. Es una paradoja encantadora cómo de niño tonto se convirtió en un soñador sabio, cuyas ideas brillan como las estrellas en el oscuro firmamento. Como un poeta en la corte de la vida, Juan evoca sus momentos de inocencia y locura con una mezcla de nostalgia y orgullo, sabe que, sin ellos, su camino hacia la sabiduría no habría sido tan dulce ni tan intrigante.

 



La voz de Chimbolo, que parecía don Ramón en el chavo del 8. Voy a relatar El perro de las dos tortas. Dio play. En un rincón de la realidad, donde la lógica se deshilachaba como un hilo de seda, vivía un canino de mirada oblicua y sonrisa torcida. Era un lobo en piel de cordero, un demonio disfrazado de chucho, un ser capaz de devorar la virtud con la misma voracidad que un festín de huesos. La gula lo guiaba, la pereza lo alimentaba, y el deber, ese fantasma fantasmal, le era un insulto a su naturaleza. Dos migajas, un bocado frugal, eran ofensas imperdonables a sus fauces insaciables. En su panza, un abismo donde se tragaban las leyes y las normas, se alojaba la sombra de la impunidad.

Los habitantes del lugar, decidieron llamar a un detective, un hombre con la mirada tan penetrante como el rayo, capaz de descifrar los enigmas del alma. Este, con la astucia del zorro, la paciencia de la araña y la sagacidad del búho, se dedicó a desentrañar el misterio.

Mientras tanto, el perro, maestro en las artes del subterfugio, se transformaba en un artista, un acróbata de la ironía, un mago que hacía desaparecer las culpas con un simple chasquido de colas. La danza del embaucador lo condujo a un escenario adornado con lentejuelas de engaño, donde los ciudadanos, hipnotizados por el brillo de su pantomima, olvidaban la verdad. Mas el investigador, con la lupa de la razón en sus manos, descubrió el juego del canino, la trampa urdida en la penumbra. La verdad, como un sol que irrumpe en la noche, se hizo presente.

El perro, ágil como el viento, había desaparecido. Se esfumó en el vacío, dejó atrás el chasquido de su risa triunfante, una burla que resonaba como un golpe de gracia en la cara de la justicia. El perro había burlado a la razón, a la lógica, a la ley misma. Un simple animal, un canino sin alma, había humillado a la comunidad. Y esta lección, como un hueso en la garganta, les dejó un sabor a derrota, un sabor que se hundía en la profundidad de su desesperanza. De forma matemática culminó el relato con una risa de guasón. Vamos a ver, los que van llegando tomen sus posiciones, nos dijo, casi cabizbajos, Chicopancho, estaba sentado de rodillas, con una panza que se le salía de la guerrera del pantalón, la obesidad tirana había abarcado los territorios de su cuerpo de hamburguesa humana.

Parece que estamos narrando esa tal historia de Boccacio, le digo, porque mi tío el profe Eder, nos hablaba del Dr. Faustus y de Mefistófeles, quien sabe, se trataba del mero diablo. Era muy versado en historias de pura y mera literatura. Qué forma de encontrarnos después de que el reloj de arena de la vida nos había lanzado a caminos diferentes, a rumbos diversos, ya saben compañeros, la vida es la vida, ya somos aquellos niños que jodíamos, y jugábamos a las huleras, el mata chapulines, a la danza vertiginosa de los trompos, a las palometas enredadas en el pentagrama de los tendidos eléctricos. Pero hay algo que no nos pueden separar, algo que nos llevaba a mundos divertidos, nos escapábamos de casa, no había mucha gente con televisión. El turno siguió para Kalimba con su pelo encolochado, era como ver a pelé en vivo y en directo, a full color. Al mismito San Martin de Porres. Me dan el turno, voy a contarles una historia que me contaron quizás, no asimile bien ese dichoso y famoso cuento del niño de la nariz de madera. Nos vas a contar la de Pinocho.

Sabemos que no es justo reírse de los demás, pero ¿qué podemos hacer cuando el personaje principal es una marioneta de madera con una nariz que crece más que sus propios sueños? En el reino de la fantasía, donde las ninfas tejían telarañas de luna y los duendes bailaban al ritmo de estrellas, Pinocho era una singularidad. Su nariz de madera, una insignia de su origen, le granjeó la admiración de todos. Era un objeto de deseo, una rareza que despertaba envidia y anhelo. Pero Pinocho, en su inocencia, no comprendía la belleza de su inusual condición.

Un hada, de rostro adusto y mirada ácida, llegó harta de escuchar sus lamentos. "Conviértete en un ser humano", le espetó, su voz resonó como un trueno. Y he aquí que Pinocho, el títere de madera, se transformó en un hombre de carne y hueso. El destino, sin embargo, le tendió una cruel ironía. Pinocho, despojado de su esencia, se convirtió en un ser ávido y mendaz, obsesionado por el vil metal. Su nariz de madera, símbolo de su singularidad, se metamorfoseó en un símbolo de avaricia.

El dinero, como un voraz kraken, lo envolvió en sus tentáculos. Lujo, mujeres y poder inundaron su vida, dejando un vacío glacial en su alma. Descubrió, con amarga lucidez, que el oro podía comprarlo todo, excepto lo único que realmente importaba: el amor y la amistad. Aislado en su burbuja de opulencia, Pinocho olvidó a sus amigos. La marioneta, su fiel acompañante, y el grillo charlatán, fuente de sabiduría, se diluyeron en la bruma de su nueva existencia. La superficialidad y la ambición lo consumían, convirtiéndolo en un hombre vacío. Y entonces, como un cruel castigo, su nariz volvió a crecer, extendiéndose como una rama espinosa, estrangulándolo, devolviéndolo a su forma original. La madera, símbolo de su pasado, lo envolvió una vez más. Pinocho aprendió, en ese instante de agonía, la lección más profunda de su vida. La nariz podía ser de madera o de oro, pero el corazón, ese núcleo de la existencia, siempre sería de madera. En un mundo de apariencias, un corazón de madera, con su autenticidad y sencillez, valía más que mil corazones de piedra.

Alguien entre la grulla levantó la mano derecha, en señal de una duda, fue Colacho con su cara de Porky con mirada de cabro enojado. Pues, déjenme a mi seguir con el cuento, ¿Cuál? Hizo cortocircuito Pipe, con una manotada en forma de hacha, desde niño era el Maik Taison de la skul. Va Colacho, déjenlo, hay tiempo, el tiempo es infinito, no se preocupen. Aunque eso de la Caperucita esta gastado, pero eran las lecturas o las lecturas de la gente de antes del antes o del después de antes.

Caperucita Roja anhelaba el encuentro con su abuela, un anhelo que se desdibujó como el aliento en la gélida primavera. La voz de la anciana, se había esfumado, víctima de una alergia caprichosa. La suerte, a veces tan cruel como la primavera misma, había depositado en la puerta a un médico de rostro amable y bata blanca. Un lobo disfrazado, ¿quién podía imaginarlo?

Su receta, un brebaje de patas de rana y un tónico de pescado, despertaba más preguntas que respuestas. ¿Cómo podría esa mezcla, tan extraña como el destino mismo, devolver la voz a la dulce abuela? Pero la ironía, como el destino, siempre nos sorprende. La abuela, al día siguiente, recuperó su voz. El lobo, con su éxito de "médico", regresó al escenario, sin saber que la abuela tenía una nueva receta preparada: una taza de chocolate con diminutos ratoncitos blancos.

Juntos, la abuela y el lobo, un dúo tan improbable como la propia vida, organizaron un circo ambulante. En él, los perros, con voces inesperadas, se convertían en vegetarianos, desafiando el orden natural. El lobo, incapaz de comprender la ridiculez de su propia metamorfosis, miraba con asombro este nuevo orden mundial. Una sopa de patas de rana, el mismo elixir que devolvió la voz a la abuela, fue el detonante del vegetarianismo en un lobo. Un mundo al revés, donde la ironía se funde con la contradicción, y lo inesperado se convierte en lo inevitable.

Una hilera de risas que subían de tono en forma de burla. Milven cotejó regular la situación. Nos parece que lo contado contiene redundancia, aunque hay un termómetro afinado de fineza en la maquina bestial de la historia, dijo embebecido, tomaba notas sobre cada contador. No me dijo que le toca a Capullo repetirnos la historia de Caperucita 2. Para mí sería un cover o una readaptación al estilete cinema. Ya estamos grandotes, que se puede sentir, volver a esas emociones de niños enloquecidos, nos dijo. El volumen de la voz, bajó y todos se conectaron al zoom del relato.

El pueblo de Caperucita se alzaba, como un termitero en el desierto, en medio de un bosque que olía a mentira. Allí, bajo el amparo de una madre que recordaba más a un leñador que a una flor, y un padre que era un enigma, incluso para sí mismo, creció la niña. Su destino, como el de tantos, estaba trazado: llevar una cesta de manzanas a un abuelo de cristal. La ruta se extendía, no como un camino de rosas, sino como un sendero de espinas, hasta que se encontró con el lobo. Este, con la astucia de un político en campaña, se había embellecido con la piel de un pastor, un disfraz tan superficial como la fe que profesaba. La realidad es un espejo que rompe la mentira, dijo Caperucita, con una voz tan dulce como el acero. Y tú, lobo, te has enmascarado con la piel de un pastor. ¿Acaso no has meditado sobre el engaño de tu propia existencia? ¿No has comprendido que la verdad se esconde en el lobo, no en el pastor?

El lobo, despojado de su máscara, no encontró refugio en la compasión, sino en la huida. Su fuga, una confesión silenciosa de su propia fragilidad, marcó la victoria de la niña. Caperucita, con su mirada penetrante y su alma libre, dejó una huella en el bosque, un mensaje que se extendía como el aroma de manzanas: las mujeres no son víctimas, son las únicas que pueden romper los espejos de la hipocresía.

No me gustan esos cuentos de hadas y hados, vos, BlackBerry, te gustaba hablar de una tal Alicia en los recreos, pasabas enamorado, parecías un príncipe convertido en sapo. Todos soltaron el racimo de una carcajada. Pero, por que ya viejos, en el momento crucial de encontrarnos para festejar nuestra generación escolar, nos viene la sentencia de contar chistes, cuentos, narraciones, que cosas tan absurdas, nos dijo Calolo con una genuflexión de Félix, el Gato. Este no comprende, que no volveremos a ser niños, nuestras vivencias alimentan el microondas de nuestros recuerdos, fuimos compañeros, eso no se olvide, aunque uno muera. Oprimió la tecla mental del VHS del recuerdo, apenas, En un reino donde la opulencia se desbordaba como un río de oro, habitaba una princesa. No una princesa cualquiera, sino una criatura de ensueño, tan hermosa que su sola presencia cegaba al más audaz caballero. Sin embargo, en el corazón de esa belleza, la melancolía se enraizaba como una maleza. La princesa, víctima de una abundancia atroz, se debatía en un mar de pretendientes, cada uno más vano que el anterior, cada uno más interesado en el brillo de su corona que en la profundidad de su alma.

Era como si un banquete de exquisiteces se le ofreciera a un ave hambrienta, solo para descubrir que cada platillo era una trampa, una falsa promesa de saciedad. La princesa, en su afán por encontrar el amor, parecía estar condenada a un viaje de espejismos, un laberinto de ilusiones sin salida. Un día, en medio de la algarabía del mercado, su mirada se posó en un destello que rompía la monotonía de la cotidianidad: un zapatito de cristal, reluciente como un diamante, como un pedazo del cielo caído a la tierra. La princesa sintió en su interior un eco de esperanza, una chispa de ilusión que la arrastró a una búsqueda obsesiva.

Con la determinación de un guerrero y la audacia de un pirata, la princesa recorrió su reino de punta a punta, buscando al dueño de ese zapatito mágico, creyendo que en él encontraría el amor verdadero. Pero en sus travesías, solo encontró la decepción, un vacío que se extendía como un desierto sin oasis. Al final de su búsqueda, cuando toda su esperanza se había evaporado, se encontró frente a un príncipe, una criatura tan vacía como el zapatito de cristal que desencadenó la búsqueda. Un ser tan obsesionado con la imagen que su propio corazón había dejado de latir. La princesa, furiosa y decepcionada, se dio cuenta de que había estado buscando un amor en un espejo, persiguiendo una sombra proyectada por sus propios deseos.

La princesa, liberada por fin de las cadenas de su propia ilusión, decidió romper con la farsa. Abandonó al príncipe en su vanidad y retomó su vida, no como una princesa encerrada en una torre de marfil, sino como una reina de su propio destino. Rodeada de lujo, pero sin la carga de las falsas promesas, la princesa finalmente encontró la paz, la felicidad que no se encontraba en un zapatito de cristal, sino en la libertad de su propio ser. Al fin y al cabo, ¿qué importa el amor de un príncipe, cuando el amor propio es un reino donde se puede reinar eternamente?

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