UNO DE LOS GRANDES CUENTOS DE LA LITERATURA HONDUREÑA: LA CALLE PROHIBIDA DE POMPEYO DEL VALLE

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El reportro(2)xx






LA CALLE PROHIBIDA

POMPEYO DEL VALLE


A PILI (PRIMERO LAS DAMAS) Y A CARLOS FERNÁNDEZ, BAJO EL CIELO DE MÉXICO


En un café de la plaza Saint - Michel de París, la taciturna y el viejo emigrante de una pequeña nación hispanoamericana oye, escéptico, los pormenores de la situación política y social de su tierra, de la que está ausente hace más de veinte años. Al hombre se le antojaban increíbles relatos que hacen algunos jóvenes recién llegados a la urbe con el ánimo de estudiar cuando no de alcanzar la gloria. Entre los relatos hay uno que, de especial manera, escalda a nuestro hombre: el caudillo que ha convertido la pequeña república tropical en su hacienda particular tiene una concubina a la que honra con una visita reglamentaria todos los viernes, pues, a la par de metódico, es muy supersticioso. Durante el tiempo que dura esa visita se cuatro de la tarde a siete de la noche , ni un minuto mas, ni un minuto menos- esta terminantemente prohibido el tránsito de vehículos y peatones por la calle que vive la amasia. Además, todas las puertas y ventanas de las casas del vecindario deben estar completamente cerradas. Los infractores de la ley sufren una sanción terrible: son dados por alimento a los caballos diabólicos de dictador.


Bartolo Gris- que está en el nombre del incrédulo- decide un día, olvidado ya del cuento, ir a pasar unas breves vacaciones en su país natal, por el que experimenta vaga nostalgia. Como no tiene parientes en la capital- donde se ha detenido para viajar posteriormente al interior del país, a su minúscula provincia se aloja en un hotel y lucha desde el primer momento por acostumbrarse a la extraña atmósfera que parece envolverlo desde que bajo del avión, en el primitivo aeropuerto. Toma una ducha fría, bebe en bar. Un tonificante vaso de güisqui con soda y sale, ya laxo a dar un paseo por la ciudad, en uno de cuyos colegios curso el bachillerato y hasta fue capitán del equipo de básquet.


El hombre y las horas discurren. Sin darse cuenta- su memoria se halla lastrado por los recuerdos- ha entrado en la calle prohibida todo está allí tranquilo, solitario, como petrificado. No se mueva una hoja. Bartolo Gris se escoge de hombros y empieza a silbar bajito, como cuando se tiene miedo o no se sabe qué hacer. De repente el débil silbido se la hiela en los labios al irrumpir, el silencio como si no tocara el suelo empedrado, un negro carruaje, tirado por seis caballos, también negros, el cochero abandona el pescante y abre la puerta derecha del vehículo. Del interior brota primero una mano cuyo dedo anular ostenta una sortija que lleva engastada una enorme piedra purpúrea; luego asoma una pata descomunal, de macho cabrío, que proyecta una larga sombra sobre la tierra y aun sube por las altas paredes, hasta prenderse en el borde, ribeteado de sangre, de las nubes de trapo. Es la sombra nacional, la sombra gigante del amo absoluto de aquel feudo construido entre montes azules y rió con peses sonámbulos.


Los ojos del grande y poderoso señor recorren la calle sola, polvorienta, y descubren al incauto que permanece inmóvil, mirándolo, bajo el rótulo de una pescadería. En las pupilas omnímodas se encienden dos rojos puntos de cólera que parecen cobrar vida independiente, como dos animales esféricos, Y Bartolo Gris se encuentra de pronto flotando en el vació levitado, sacudido en el aire eléctrico. Sus ropas se vuelven anchas inmensas, como negras praderas donde caballos enloquecidos batallan con dragones de azufre, y mira, angustiado, el color verde que va cubriendo su piel, sus manos, sus uñas. Se acuerda de las noches pasadas en las Riberas Francesas y suda y sonríe y suspira doloroso conmovido por la saudade como dicen en el Brasil. También piensa en que el billar ha sido unos de sus pasatiempos favoritos. Ve, con la imaginación, las lisas esferas de marfil corriendo por la suave felpa y hundiéndose en las buchacas de cuero, después de trazar alegres carambolas. Sus piernas ya no tienen fuerzas para sostenerlo. Se doblan como frágiles briznas, lo dejan caer pesadamente convertido en un montón de zacate fresco, dentro de su impecable traje de corte inglés.


El cochero recoge el haz de hierba húmeda y resplandeciente, y se la ofrece a uno de los caballos que arrastran la carroza del comandante supremo de la fuerza de tierra, mar y aire y presidente vitalicio de la república

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