Melvin Salgado
Mamá, ¿por qué duele tanto vivir?
Contraindicaciones
Ya días miro el agua de tus ojos atrapados en el silencio, no me dices nada, te quedas calladita, entiendo que sea el frío de la noche, a veces pienso que la tarde se fuma el vuelo de esos pájaros que se posan en la ventana oxidada, no hago más que verlos, aletean, van y vienen, los pajarracos esos, son la reencarnación de alguien, vamos a otra vida cuando morimos, eso nadie lo sabe, es una convicción que uno lleva adentro sembrada en los surcos del corazón, sé que me escuchas y entiendes mis jeringosa, hablo para que el viento deje de estar jediéndome la vida, silba sonando la puerta, a la soledad le visitan otros seres, no sé, debes saber madre que no estamos solo en el mundo, o si, en verdad estamos más abandonados que a saber quién, perdona mi delirium tremens, deben ser las pastillas esas que me ayudan a controlar el sueño y a mantenerme como esos zombis de la tele, a sostenerme despierta antes los antifaces del mundo. Ese quirófano de muerte. Su blancura no alberga vida, que putas, sino que más bien la expone y la disecciona despacio bajo la luz fría de ese sol artificial que choca contra mi cara. En ese vientre gélido, sostengo lentamente un corazón que ya no canta la canción de la existencia, porque la vida se escapa apresurada, no dice a donde va, y aunque lo supiéramos, no tuviera sentido el enigma de lo que somos, y ni lo que ya seremos, la nada, la nada.
Sus venas, antes caudalosas autopistas de vida, son ahora caminos desiertos cubiertos por la nieve del silencio. A veces imagino que soy la partera de la muerte, digamos más bien, la costurera que deshila el sudario de la carne, o la guardiana de la frontera, que va entre el latido y el vacío. Se que no es nada fácil, estar sentada en la espera de lo que nunca vendrá, no te molestes madre, sé que se me sueltan las palabras como palomas agónicas, y el cansancio me habita como un huésped indeseado en la ciudad interior del alma. Esta fatiga existencial, agotamiento de mierda pudren mis huesos, extenuación sin límite, debilidad de mis dedos artríticos, desaliento de los años en mis ojos, lasitud del destiempo, agobio de este bulto de huesos que soy, el molimiento de heridas que juegan a ser mariposas muertas, y el jaque mate del aburrimiento, el ajedrez maldito del hastío, ese tedio de hacer más por la vida y el fastidio de saber que solamente cuento con tu ausencia.
Se aloja en mis huesos un peso de plomo que me curva la espalda y la batalla perpetua del diálogo con la muerte, de la esperanza que se deshilacha como una vieja bufanda en las manos del destino, que da golpes de martillo a mi fortaleza con muros de razón; aunque la tristeza se filtra por las grietas salvajes de la humedad pertinaz, y recordándome que soy tan humana, tan vulnerable como los corazones que ya no puedo salvar.
Te voy a decir la verdad, madre, mi mente se mueve como un laberinto circular, parece que los recuerdos me acechan como espectros juguetones en la caja negra de mi pasado, no sucumben, caminan despacio, a veces aligerados, excavan túneles en mis neuronas, abren sin llave maestra la memoria corta de mi existencia, hacen el tan-tan de la puerta, revoque, música, gritos, lamentos, flashes; esos recuerdos danzan y ríen macabramente, mira mamá, puede ser el remordimiento que libra una batalla de Troya contra mi instinto, no soporto el retumbo de rostros desconocidos, de lugares que nunca he visitado o nunca he conocido, no quiero decirte que es el mal chiste de que existe vida pasada, perdona mami, esa una broma más de lo que te voy contando al ritmo de la luna, el cantar de las ranas, la transparencia del invierno, yo sigo bajo la techumbre, sin decirte a donde, ni yo mismo sé dónde me encuentro.
La culpa se me enrosca en la garganta, un nudo de serpiente que me roba el aliento. Eco de trastornados pasos sobre el pasillo, se me viene el eczema de una acción, si, es mi tía Mery que abraza al esposo, o es mi hija imaginaria que corre en ralentí hacia mí, queriéndome abrazar, su cabello de colitas, ojos encafecidos, nariz pecosa y con una muñeca barbie en sus tiernos brazos.
Mi padre meciéndome en el columpio a mis 4 años, y el vuelo tenaz al caer al precipicio solo vi las manos gruesas de mi papi sostenerme como un superhéroe.
La eclosión de personajes en la ficción audaz de mi mente, eso es ecúmene y no quiero ser un eclipse donde la ternura simbiótica de lo que fui y no fui se una macula en la página torcida lo que paso. No es el ecualizador de mi corazón que debe echar toda la basura de recuerdos que guardo en mi cerebro; debo hacer una asepsia, una alopecia, o una ecología espiritual, o ser ecuánime al vomitar lo que me estorba, dime mamá, que me aconsejas, ya ratos espero el murmullo de tus guías, pero te quedas calladita, acostada en la silla mecedora que te trajeé del último viaje que hice a Londres, en mis vacaciones antes de que te fueras, vieras que bello fue conocer el Támesis, la tierra de Shakespeare y de la reina Isabel. Esa silla de maderamen inglés con figuras de un carpintero escocés.
Anhelo la simpleza del latido ajeno, esa afirmación básica de la existencia, mientras me ahogo en la complejidad de mi propia maquinaria. Soy médico, sí, pero también soy la herida que sangra, el enigma sin resolver, el grito ahogado en la noche.
Soy un contrasentido andante, madre, una paradoja viviente. Susurro palabras de aliento mientras la desesperanza roe mi interior. Ofrezco bálsamos mientras anhelo el olvido, la anestesia que calme el torbellino. Predico la magnificencia del cuerpo mientras el mío se me antoja una jaula de huesos y miedos.
Este corazón inerte, madre, es un espejo cruel. En su quietud veo reflejada mi propia fragilidad, la certeza de que la vida se escurre entre los dedos. Es un recordatorio brutal: la muerte no distingue entre el bisturí y la mano que lo empuña. Me estoy ahogando en un mar de dudas, y el peso de mis decisiones me arrastra hacia el abismo.
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