La sonrisa de la Gioconda
Aldous Huxley
PRIMER ACTO
ESCENAI
Cuarto de estar en casa de ENRIQUE HUTTON, en el valle del Támesis, cerca de Windsor. Época: verano.
Las características de la habitación son esencialmente «modernistas». Una de las paredes consiste enteramente de unas puertas vidrieras que dan a una terraza pavimentada que se abre al jardín. Vista desde la sala esta pared de cristal corre diagonalmente de izquierda a derecha, formando ángulo hacia el centro del escenario con uno de los muros interiores del cuarto. Como una gran parte del escenario queda fuera de los cristales, puede verse perfectamente desde la sala lo que ocurre en la terraza. Hay una puerta al foro y otra de cristal, que da a la terraza. Cuando hace calor, es posible descorrer las puertas vidrieras; así queda la habitación abierta por completo mirando al jardín. En la pared del fondo cuelgan cuadros de conocidos pintores franceses, tales como Matisse, Bracque, Léger, Modigliani. El estilo de la decoración es el predominante en la Exposición de Artes Decorativas de París de 1926. Está puesta una mesita para el almuerzo. HUTTON está sentado frente al público, con JUANITA SPENCE a su derecha. Frente a JUANITA, el sitio, al empezar la escena desocupado, de la ENFERMERA, señorita Braddock. HUTTON es hombre de cuarenta y cinco años, guapo, encantador, buen conversador. JUANITA, tiene unos diez años menos, esmeradísima educación y mucha finura pero es demasiado apasionada para resultar una compañera agradable. Al levantarse el telón, CLARA, la primera DONCELLA, está retirando el primer plato y colocando los de postre. HUTTON coge la botella del vino y se vuelve a JUANITA.
HUTTON: ¿Un poco más de clarete? JUANITA: Sólo una gota.
(HUTTON le sirve el vino. En este momento la ENFERMERA entra y ocupa su sitio. HUTTON se dirige a ella).
HUTTON: ¿Se comió el pollo?
ENFERMERA: Unos cuantos bocados solamente. Mucho me temo que hoy sea uno de sus días malos.
(HUTTON va a servirle vino y ella tapa su copa con la mano). ENFERMERA: ¡No, no!
HUTTON: Lo siento, se me había olvidado. Totalmente abstemia. (Se llena la
copa). Dicen que Mussolini no bebe nunca nada más embriagador que la leche de burra. El diablo no tiene vicios pequeños. Reserva todas sus energías para los grandes. (A JUANITA). Una de estas noches iré por tu casa a jugar una partida de ajedrez con tu padre.
JUANITA: Se alegrará muchísimo. ¡Ah! Ahora recuerdo. Tenemos un
conflicto. La enfermera de papá acaba de decirnos que quiere marcharse.
HUTTON: ¿Quién? ¿Aquella linda chiquilla? JUANITA: Se va a casar.
ENFERMERA: ¿Se va a casar? Creí que tendría más sentido. JUANITA: ¿No conoce usted a ninguna que quisiera ocupar su puesto?
ENFERMERA: Con un paralítico, no. Por regla general no nos interesan mucho los casos de parálisis. Particularmente los masculinos. A veces suelen ser muy pesados. Pero, verá usted, lo que haré señorita Spence: como esta tarde salgo, me llegaré al hospital y se lo diré a la Intendente.
JUANITA: Es usted muy amable.
ENFERMERA: No tiene importancia. A propósito, señor Hutton, espero no le importará que vuelva algo tarde. Su señora me dijo que no tenía ningún inconveniente.
HUTTON: ¿Entonces, a qué preguntarme? No creo que la vay an a traer a usted mareada y alegrita. (Señala el vaso de agua de la ENFERMERA; luego se vuelve a JUANITA). Tengo que enseñarte mi nuevo cuadro, después de almorzar.
JUANITA: ¿Otro cuadro? ¿Pero no te da vergüenza, Enrique?
HUTTON: No lo he podido remediar. Es uno de los primeros Modiglianis.
Uno de sus extraordinarios desnudos. JUANITA: Me encantará verlo.
HUTTON: Me tienes que ay udar a elegir sitio para colgarlo. Usted también, señorita.
ENFERMERA: No lo cuelgue en ninguna parte, ese es mi consejo. JUANITA: ¿No le gusta?
ENFERMERA: ¿Gustarme? Me produce náuseas.
HUTTON: Por lo que, mi querida Juanita, puedes inferir que debe ser bastante bueno. Sólo la mejor pintura moderna produce náuseas a la señorita
Braddock. Las cosas de segunda categoría no le producen más que unas ligeras palpitaciones. (CLARA pasa el postre a JUANITA, luego a la ENFERMERA).
ENFERMERA: A la señora Hutton tampoco le gustó. Mejor dicho… HUTTON: … lo encontró verdaderamente repulsivo. Ya lo sabía y o sin que
usted me lo dijese.
ENFERMERA: (Levantándose dignamente y cogiendo su plato). Si usted me lo permite, señorita Spence, voy a subirle esto a la pobre enferma.
HUTTON: ¿No le dará esas grosellas, verdad?
ENFERMERA: ¿Por qué no?
HUTTON: Acuérdese de lo que ha dicho el doctor Libbard. Nada con pellejos ni pipas.
ENFERMERA: Creo que debe dejársele comer lo que se le antoje. Le hace más provecho que tanto cuidado y tanta dieta.
HUTTON: Muy bien, haga lo que quiera, pero luego no me eche la culpa, si le sienta mal. (Se marcha la ENFERMERA sin contestar). ¡Si alguien se casase con ésta, en vez de con la tuy a! Lo difícil es que habría que encontrar un hombre que además de sordo y ciego fuese un deficiente mental.
JUANITA: ¡Pobrecilla! Verdaderamente que no tiene mucha simpatía.
HUTTON: Y, sin embargo, Emilia bebe los vientos por ella. Así es que aquí la tenemos, de por vida, envenenándome las comidas. Hay dos modos de ser víctima de la mala salud. El primero es tenerla. El segundo, soportar a los que la tienen. A veces quisiera probar el primero, para variar.
JUANITA: Oy éndote cualquiera pensaría que eres un monstruo.
Afortunadamente tus amigos sabemos a qué atenernos.
HUTTON: ¿De veras? Pues y a sabéis más que y o. Lo que y o sé es que no soy un san Francisco de Asís. Nada me induciría a besar a los leprosos. Felizmente soy lo bastante rico para pagar a otros que lo hagan por mí.
JUANITA: ¿Por qué eres tan cínico, Enrique?
HUTTON: Porque me gozo en los placeres de una conciencia tranquila. El cinismo no es más que una sencilla confesión sin arrepentimiento. Se reconocen los propios pecados y así se libra uno de la desagradable necesidad de la ocultación y de la hipocresía; pero habiéndolos confesado, ni se arrepiente uno ni se enmienda. Se publican nuestras faltas y se persiste en ellas.
JUANITA: ¡Qué de tonterías hablas, Enrique! Todo el mundo conoce tu paciencia y lo bueno que siempre has sido.
HUTTON: En otras palabras; que he tenido siempre una renta saneada.
JUANITA: ¡Pobre Emilia! La quiero muchísimo. Pero no dejo de reconocer… bueno, no le hace la vida muy fácil a los que están a su alrededor. Ni a sí misma, si viene al caso.
HUTTON: Es su peor enemigo, claro. ¿Pero quién no es el peor enemigo de sí mismo?
JUANITA: (Pausa). A menudo pienso qué es lo que y o haría si me encontrase enferma, sola, y viese que a nadie le importaba un ardite. Creo que me suicidaría.
HUTTON: No se suicida uno porque se tenga un motivo para matarse. Se hace porque… bueno, porque resulta que el cerebro no marcha bien. He conocido muchísima gente cuy as vidas no valían la pena de continuarlas; y, sin embargo, la idea de ponerlas fin ni siquiera les entró jamás en la cabeza.
JUANITA: Pero si tú supieses que, a causa de tu vida, las de otras personas no valían la pena de ser vividas, ¿la cosa no cambiaría de aspecto?
HUTTON: Ni pizca. Probablemente lo que haría es hacerle a uno agarrarse a su vida con más fuerza que antes, aunque sólo fuera para fastidiar a los amigos. Algunas gentes se matan por despecho y otras se abstienen de hacerlo también por despecho. En la superficie los síntomas varían ligeramente; pero en el fondo la enfermedad es siempre la misma.
JUANITA: Bueno, espero que si algún día me creo un estorbo tendré la suficiente fuerza de voluntad para quitarme de en medio.
HUTTON: La tendrías ahora que no es precisa. Pero si alguna vez estorbases sólo tendrías fuerza de voluntad para seguir estorbando.
JUANITA: No lo tomes a broma, Enrique.
HUTTON: ¡Si no lo tomo a broma! Sólo te quiero hacer ver la triste verdad. JUANITA: ¿No crees que tendría valor?
HUTTON: No es cuestión de valor. Es sólo un problema de reacciones fisiológicas.
JUANITA: Si no lo pudiera hacer y o misma, le pediría a alguien que lo hiciera por mí.
HUTTON: No se lo pedirías a nadie. Sobre todo a esas alturas.
JUANITA: Lo haría anticipadamente, mientras tuviese el juicio claro. Les haría prometerme que, si alguna vez llegaba a ser y o una carga, me… y a lo sabes; les haría prometerme lo que quisiera hacer y o misma.
HUTTON: Mi querida Juanita, ¡eres incorregiblemente altruista! ¡Como el romano más noble! (A la segunda camarera que acaba de entrar y anda de un lado para otro como buscando algo). ¿Qué quieres, Maisie?
MAISIE: La señora quería su tarro de sales. HUTTON: ¿Se siente decaída?
MAISIE: No, señor; creo que no. Quería las sales nada más. Aquí está. (Encuentra el tarro y hace mutis).
HUTTON: Bébaselo. Tiene el tiempo justo. (Le señala la taza de café). ENFERMERA: (A regañadientes). Es usted muy amable.
(HUTTON coloca el vaso de la medicina y la taza de café de Emilia en una bandejita y va hacia la puerta).
HUTTON: No lo mire, no le vay an a entrar fatigas.
(Señala el caballete y sale. Silencio. JUANITA se queda mirándole). ENFERMERA: ¡Esa pobre señora Hutton!
(JUANITA se sobresalta y mira a su alrededor).
ENFERMERA: La compadezco atrozmente.
JUANITA: Con el corazón en esas condiciones me figuro que puede acabarse en cualquier momento. En cualquier momento…
ENFERMERA: No es en su salud en lo que estoy pensando. Es… bueno, y a sabe usted en qué. (Pausa). Señorita Spence, si y o pudiera decirle ciertas cosas, se le pondrían los pelos de punta.
JUANITA: ¿Qué cosas?
ENFERMERA: Ciertas cosas que se descubren si se ha sido enfermera durante veintitrés años. Y lo que es más, en las mejores casas. ¡Cuando pienso en ese pobre ángel de ahí arriba!
JUANITA: ¡Qué sino más trágico el suy o! Cuando la conocí, Emilia era una belleza. Salía su retrato en las revistas y todo. Luego vino la enfermedad y se desfiguró horriblemente. (Se toca la cara para demostrar la naturaleza de la desfiguración). De repente y a no le quedaba nada. Ninguna de las cosas que le valían la pena de vivir. Ni fiestas, ni teatro, ni admiradores, nadie que la cortejase ni la adulase, ni siquiera nadie que la escuchara.
ENFERMERA: ¡Así son los hombres! Lo único que les importa es… lo sexual. Nada más que lo sexual. Yo no me fiaría de ninguno de ellos. Ni siquiera del mismo arzobispo de Canterbury. ¿No le ha hablado nunca la señora Hutton de… sabe usted? (Mira hacia la puerta).
JUANITA: ¿Qué dice?
ENFERMERA: Cómo todos los demás. Lo sexual… Eso es todo lo que ella significaba para él. Y cuando eso se acabó… pues, adiós. Ya es un milagro que no se hay a ido con otra.
(Mutis llevándose la lata. JUANITA permanece de pie, inmóvil unos segundos, luego se sienta frente al caballete. Vuelve HUTTON).
HUTTON: ¿Qué te parece? JUANITA: Es precioso.
HUTTON: ¡Y pensar que aún podría vivir y seguir pintando estas cosas! ¡Me desesperan estas gentes que mueren jóvenes! Todos los Keats y Shelley s y Schuberts. Es algo idiota. Toma nota, Juanita. Quedas invitada a almorzar el día
que cumpla y o los ochenta.
JUANITA: ¿Estás seguro de que no te habrás cansado un poquito de mí por entonces?
HUTTON: ¡No! Aún estaré pensando qué es lo que se esconde tras esa misteriosa sonrisita tuy a. Dime: ¿Qué oculta ahora mismo? Ya sabes como un perro puede aparecer maravillosamente espiritual. Como El Despertar del Alma. Y de repente, se pone a cazar pulgas.
JUANITA: ¿Me crees esa clase de persona?
HUTTON: ¡Ojalá! Es una tranquilidad cuando las mujeres son así. Lo que tú haces es lo que hace Modigliani.
JUANITA: ¿Qué quieres decir?
HUTTON: Mira la figura ésta. Perfectamente plana. Y, sin embargo, modelada. Consiste en la línea. Si la línea es lo bastante buena, implica el volumen. Ya sabes que hay una tercera dimensión. Pues bien, hay personas así. Son planas, no dicen nada de particular, no realizan ningún esfuerzo particular para expresarse. Y sin embargo, se apercibe uno de sus profundidades, volúmenes y espacios psicológicos. Pues bien, tú eres una de esas personas.
JUANITA: No sé si tomarlo como elogio o como ofensa.
HUTTON: De los dos modos y de ninguno. Es algo maravilloso tener una personalidad rica. Pero si se tiene una rica personalidad, jamás deja de incluir un buen número de manías y rarezas, sin nombrar las otras cosas, las vergonzosas, los reptiles de los sótanos, las cucarachas bajo el artesonado.
JUANITA: ¿Y esa soy y o, verdad?
HUTTON: Esa eres tú, mi misteriosa Gioconda.
(JUANITA le lanza una de sus sonrisas, luego desvía la mirada de él y queda en silencio un momento).
JUANITA: Esto me recuerda la primera vez que vi un cuadro postimpresionista.
HUTTON: ¿Cuándo fue?
JUANITA: « ¿Cuándo fue?» (Mueve la cabeza). Tu pregunta me demuestra lo poco que podemos comunicarnos. Cada uno estamos en nuestro propio islote. Tú me saludas de lejos con la mano, y o te contesto con igual saludo. Pero no podemos nunca desembarcar uno en la isla del otro, ni saber cómo vive, ni lo que piensa y siente.
HUTTON: Quizá hay a que agradecerlo. Sería para mí atrozmente desconcertante que alguien desembarcara y se pusiera a explorar.
JUANITA: Y sin embargo es terrible darnos cuenta de nuestro aislamiento. Por ejemplo, nos pasa algo, algo de enorme importancia y significado y, no obstante, para quien estuvo con nosotros cuando aquello ocurrió, para la persona
que fue la causa de que aquello sucediese, no tiene la menor importancia.
¿Recuerdas a una joven que volvió de la India, poco después de la guerra?
HUTTON: Una encantadora y bellísima joven.
JUANITA: Eso no viene a qué. La cuestión es que le enseñaste tus cuadros, que te molestaste en explicarle de qué trataban.
HUTTON: Ya empiezo a recordar.
JUANITA: Jamás lo olvidó ella, esa es la diferencia. ¿Sabes lo que hiciste por mí, Enrique? Abriste una ventana y me mostraste todo aquello de lo que sólo de oídas conocía: la pintura, la crítica, la música. Fue como una revelación, como una conversión. Y tú no experimentaste nada de lo que y o sentí.
HUTTON: ¿Cómo podría y o? Al fin y al cabo no había y o pasado los mejores años de mi vida en una ciudadela india.
JUANITA: ¡Y pensar que gracias a Dios y a ti no estoy allí ahora mismo!
Sería hoy la señora de un coronel.
HUTTON: ¿Quién sabe? Acaso hubieses sido muy feliz, Juanita, Quizá fuese una gran equivocación tuy a dejar a tu simpático y joven capitán.
JUANITA: ¿Cómo puedes decir eso, Enrique?
HUTTON: Después de todo, un hombre puede tener pésimo gusto en arte y ser un inmejorable marido. Y viceversa.
JUANITA: Pero lo uno no excluy e necesariamente lo otro.
HUTTON: No; he conocido gentes que han sacado el mejor partido de ambas cosas. Como cierta persona a quien le gusta esto. (Señala el cuadro del caballete).
¡Qué feliz sería y o si tuviese una hija que me cuidara con la misma devoción que cuidas tú a tu padre!
JUANITA: ¡Hablas como si y o fuera un monstruo de altruismo!
HUTTON: Lo siento, Juanita, lo eres. Pero, a pesar de ello, puedes contemplar esto sin sentir náuseas, como la enfermera o la pobre Emilia.
JUANITA: ¡Qué raro es que Emilia no se hay a interesado nunca por la pintura!
HUTTON: ¡Pero si le gusta! Le gusta mucho, pero su interés no es muy universal. Le gustan los retratos; pero son los de sí misma, y éstos únicamente si la favorecen y si están hechos por pintores carísimos.
(Entra CLARA).
CLARA: Dispense el señor. Dice la señora si quiere usted hacer el favor de subir unos instantes.
HUTTON: Dile que iré dentro de un rato. CLARA: Quiere que suba el señor ahora mismo.
HUTTON: Está bien. Está bien. Perdona, Juanita, no tardaré. JUANITA: De todos modos, me tenía que marchar en seguida.
HUTTON: Espera a que vuelva, por favor.
JUANITA: Naturalmente. (Sale HUTTON. CLARA, mientras tanto, recoge el servicio de café). Clara, ¿se encuentra peor la señora?
CLARA: Que y o sepa, no, señorita. De todos modos, mejor o peor, igual da. JUANITA: Debe usted tener mucho trabajo con un enfermo en la casa.
CLARA: Se acostumbra una, señorita. Se acostumbra una a todo.
JUANITA: Sí, se acostumbra una a todo, hasta que llega el momento en que se dice ¡Basta!
CLARA: Y de mucho que le sirve a una eso. Porque en llegando el caso, una cosa es tan mala como la otra. En el supuesto de que no sea peor. Habrá aquí enfermos, pero si se marcha una a otra parte será la bebida, la tacañería, galanteos con actrices, serán santurrones o tendrán acaso un monito. Cambie usted de colocación tanto como quiera, siempre anda algo mal. Así es que lo mejor es quedarse donde estamos. Este es mi consejo.
(Hace mutis, llevándose el servicio de café. JUANITA se sienta, coge un libro y empieza, a leer. DORIS mead cruza la terraza de puntillas, entrando del jardín, y echa un vistazo hacia dentro. No ve a JUANITA, que está sentada en una silla de alto respaldo que la tapa. Entra DORIS en el cuarto. JUANITA oye los pasos y se inclina fuera de la silla para ver quién es).
JUANITA: ¿Qué hace usted aquí?
DORIS: ¡Ay ! (Se sobresalta violentamente). JUANITA: ¿Busca usted a alguien?
DORIS: Sí… al señor Hutton.
JUANITA: ¿Le esperaba, él?
DORIS: Sí; es decir, no. Lo que quiero decir es que él sabe quién soy. JUANITA: ¿Por qué no llamó usted a la puerta principal?
DORIS: Es que… vine por el jardín. Era más corto. Es decir…
(De repente, se abre la puerta de par en par y entra HUTTON hablando).
HUTTON: No era nada, claro. Mimos. (Ve a DORIS y una temerosa sorpresa se pinta en su rostro. Luego se domina, sonríe cortésmente y, adelantándose hacia ella, le da la mano). ¡Señorita Mead, qué agradable sorpresa! No creo que conozca usted a la señorita Spence. (Se dirige a JUANITA). La señorita Mead cobra las suscripciones para « El Hogar de Niños Impedidos» . (A DORIS) Ya le tengo el cheque listo, señorita Mead.
DORIS: ¿Sí?… Muchas gracias.
HUTTON: Me gustaría anotar el dinero que gasto en estas suscripciones. (Va
a la mesa y coge unos papeles). No sabía qué hoja tenía que llenar. (A JUANITA). Dispénsame.
JUANITA: Adiós, Enrique.
HUTTON: No te vay as. No tardo un segundo.
JUANITA: Tengo que marcharme. (Le tiende la mano). Dale las gracias a Emilia de mi parte y dile cuánto siento no haber podido verla.
HUTTON: Se lo diré. (La acompaña hacia la puerta).
JUANITA: De ningún modo. No te molestes. Sé la salida. Tienes que atender a tus impedidos. Adiós.
HUTTON: Te telefonearé mañana y veremos para cuándo fijamos esa partida de ajedrez con tu padre.
JUANITA: No dejes de hacerlo. (Le lanza una sonrisa final y sale).
(HUTTON se vuelve y va hacia DORIS con expresión enfadada). HUTTON: ¡Pequeña idiota!
DORIS: ¡Ay, Osito!
(DORIS trata de echarle los brazos al cuello, pero él se lo impide empujándola).
HUTTON: Nada de eso. Estoy muy enfadado contigo. Sabes muy bien que no tienes nada que hacer aquí.
DORIS: Sí, lo sé, cariño. Pero iba con Lily Peters en su coche y cuando pasamos por tu puerta no pude resistirlo.
HUTTON: ¿Ves lo que ha pasado? Afortunadamente tenía ahí esos papeles. DORIS: Eres maravilloso, Osito. ¡Niños impedidos!… (Se ríe).
HUTTON: No le veo la gracia. Si te diesen la azotaina que mereces también serías tú una criatura impedida. (Le da una palmada más abajo de la espalda). Ahora siéntate, antes de que se te ocurra algo peor.
(DORIS se sienta en el sofá y él se sienta a su lado. DORIS echa una ojeada por el cuarto. Sus ojos descansan en un cuadro de Matisse, que representa varios desnudos contorsionados con caras espantadas, echados o reclinados en medio de unas tapicerías de dibujos chillones, junto a una mesa con un jarrón con flores, que parece se inclina hacia delante).
DORIS: ¡Cielos! ¿Esto qué es? HUTTON: Es bonito, ¿verdad?
DORIS: Pero, por Dios, Osito… (Le mira, ve que él habla perfectamente en serio, y vuelve a contemplar el cuadro). Pero… las muchachas no son así. Es
decir, no te gustaría si y o… (Se calla muy apurada). (HUTTON rompe a reír de pronto y la rodea con su brazo).
HUTTON: Claro que no. Por suerte no eres un trozo de cañamazo.
(DORIS se anida junto a él. El deseo de HUTTON puede más que su enfado. La besa una vez, se echa para atrás; luego vuelve a besarla casi ferozmente. DORIS casi se desvanece en sus brazos. Cuando él vuelve a echarse hacia atrás, DORIS abre los ojos, sonríe y empieza a despeinarle).
DORIS: Pareces un negrito.
HUTTON: Pues no quiero decirte lo que pareces tú. Lo tacharía la censura.
DORIS: ¡Animal! (Le da un rápido tirón de pelos. Él le coge la muñeca, se lleva, la mano de DORIS a la boca y se la muerde). ¡Que me haces daño!
HUTTON: ¡Me alegro! (Le vuelve a morder la mano). Restos de canibalismo…
(DORIS le retira la mano y se pone seria).
DORIS: Osito, ¿me quieres? HUTTON: ¡Más que un caníbal!
DORIS: No hablo en broma. Lo que te quiero decir es si me quieres de verdad.
HUTTON: ¿Que si te quiero de verdad? Bueno, primero he de saber cuál es tu definición de la Verdad. ¿Eres una empírica? ¿Crees exclusivamente en particulares concretos, tales como esta oreja, esa absurda naricilla, esa deliciosa boca? (Va tocando la oreja, nariz y boca de DORIS al nombrarlas). O, por el contrario, ¿eres una idealista platónica? ¿Crees tú que existe el Amor con may úscula antes que cualquier amor individual con minúscula? En otras palabras, ¿consideras el concepto superior al precepto?
DORIS: ¡Cállate y a! ¡Te detesto cuando hablas tanto disparate! HUTTON: Perdona, encantito, creí que eras metafísica.
DORIS: Sé que no me quieres de verdad. Pero no me importa. Yo puedo querer por dos. Si no te quisiera, ¿sabes?, pensaría que eres algo horrible.
HUTTON: Pues lo mismo te digo, preciosa. (Le da un capirotazo). ¿Quieres cenar esta noche conmigo?
DORIS: ¡Ay, Osito, sería maravilloso!
(HUTTON le dice algo al oído. DORIS se ríe, mueve la cabeza, luego esconde la cara contra la americana de él).
HUTTON: ¡Bueno! Pero ahora tienes que prometerme una cosa. Nunca jamás volverás a esta casa. No viene a qué; es tonto y es peligroso. Así es que no debes hacerlo.
DORIS: Está bien. Te lo prometo (Pausa). Dime, Osito, ¿está ella aquí? HUTTON: ¿A quién te refieres?
DORIS: Demasiado sabes a quién. ¿Está todavía tan enferma?
HUTTON: Hablemos de otra cosa.
DORIS: ¡Sí, y a lo sé! ¡No soy digna de nombrarla!
HUTTON: No digas tonterías. Es simplemente cuestión de tacto, de buen gusto.
DORIS: En otras palabras: Te avergüenzas. No quieres que se te recuerde lo que haces; quieres hacerlo y no pensar más en ello. ¿Sabes lo que eso significa? Pues, que no me quieres de verdad. A mí no me da vergüenza. Nada me importaría decírselo a todo el mundo. Porque te quiero, porque siento que quererte es lo mejor que he hecho en mi vida. De seguro que tú no sientes eso.
HUTTON: (Con una sonrisa perversa). Nadie se siente orgulloso de… bueno, de ser seductor.
DORIS: ¡Un seductor! ¡Tiene gracia! ¿Te acuerdas de la primera vez que me
besaste? Pues y o y a me había propuesto conseguir que tú me besaras. Y lo conseguí.
HUTTON: ¡Me mataste!
DORIS: Así es que y a lo ves, no tienes que sentirte tan culpable. Pero no te hablaré de ella, Osito. Sé que te hace sufrir. Y, además, me da ella mucha pena. Y tú también me la das, después de todo.
HUTTON: ¿Que te doy y o pena?
DORIS: Sí; porque no puedes ser tan feliz como y o. (Pausa). La que estaba aquí hace un momento, ¿era Juanita Spence?
HUTTON: Sí.
DORIS: No me la imaginaba así, por el modo como siempre hablabas de ella.
¡Pero si es más vieja que Matusalén!
HUTTON: Naturalmente, para ti tiene y a un pie en la sepultura A mí me parece una muchacha muy atractiva de treinta y cinco años. Hace diez años era verdaderamente bonita.
DORIS: Supongo que « flirtearías» con ella, ¿verdad? HUTTON: Naturalmente.
DORIS: ¿« Flirteas» aún con ella?
HUTTON: Sólo del modo más espiritual. Representamos una especie de escenas a lo Dante y Beatriz. ¿Sabes? Somos compañeros de alma. (DORIS se zafa de su abrazo). ¿Qué te ocurre?
DORIS: A veces te odio de verdad.
HUTTON: Felizmente tienes un modo inimitable de demostrármelo. (Trata de abrazarla otra vez, pero ella lo evade). ¡No seas tonta! ¿No comprendes una broma?
DORIS: No es broma. Te interesa.
HUTTON: No me importa nada. Sólo me interesan las cosas que a ella le interesan. Es la sola persona, en este barrio olvidado de Dios, que no es ni un bárbaro ni un filisteo. (Se mira el reloj). ¿Y si nos fuésemos en el coche a dar un paseo antes de comer?
DORIS: ¡Sería delicioso!
HUTTON: ¿A dónde iremos? ¿Al Faro de Ivinghoe?
DORIS: ¡Sí! ¿Te acuerdas de las mariposas que vimos la última vez? Eran como chispas de fuego azul. Y luego, cómo abrían y cerraban las alas al posarse en las flores de escabiosa… Todo azul… y debajo como pecas de plata. Vámonos, Osito.
HUTTON: Muy bien. Voy a recoger mis cosas y a decir que esta noche no estaré en casa.
(Sale él. DORIS se levanta y curiosea de puntillas por la sala, tocando los objetos de arte, abriendo los libros. Luego se para ante un bodegón de Bracque. Lo mira atentamente un rato. Después trata de ver qué efecto le produce mirándolo del revés. Mientras lo hace oye volver a HUTTON y se endereza de prisa. Entra HUTTON).
HUTTON: Bueno, y a arreglé mi coartada. Has de saber que voy a comer esta noche con el respetable señor Johnson para tratar del monumento a la Guerra. Con la velocidad actual del progreso, estará terminado al tiempo preciso de empezar la próxima pequeña matanza para terminar con todas las matanzas. (Mientras habla llena su pitillera de la caja de plata que hay en la mesa). Acaso de la próxima no, sino de la otra. Esto es, si queda algo de nosotros para entonces. (Toma a DORIS del brazo y salen por la puerta de cristales). Mientras tanto, vida mía, « La tumba es un sitio privado y amable; pero y o no sé que allí bese nadie» . De lo cual sólo podemos sacar una conclusión.
DORIS: ¿Cuál?
HUTTON: Ya lo verás.
TELÓN
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