POESÍAS COMPLETAS (1899-1917) SOLEDADES ​/ANTONIO MACHADO

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POESÍAS COMPLETAS







(1899-1917)



SOLEDADES



I


EL VIAJERO



Está en la sala familiar, sombría,

y entre nosotros, el querido hermano que en el sueño infantil de un claro día vimos partir hacia un país lejano.

Hoy tiene ya las sienes plateadas, un gris mechón sobre la angosta frente;

y la fría inquietud de sus miradas revela un alma casi toda ausente.

Deshójanse las copas otoñales del parque mustio y viejo.

La tarde, tras los húmedos cristales, se pinta, y en el fondo del espejo,

El rostro del hermano se ilumina suavemente. ¿Floridos desengaños dorados por la tarde que declina?

¿Ansias de vida nueva en nuevos años?

¿Lamentará la juventud perdida? Lejos quedó—la pobre loba—muerta.


¿La blanca juventud nunca vivida teme, que ha de cantar ante su puerta?

¿Sonríe al sol de oro

de la tierra de un sueño no encontrada; y ve su nave hender el mar sonoro,

de viento y luz la blanca vela hinchada?

Él ha visto las hojas otoñales, amarillas, rodar, las olorosas

ramas del eucaliptus, los rosales

que enseñan otra vez sus blancas rosas...

Y este dolor que añora o desconfía el temblor de una lágrima reprime,

y un resto de viril hipocresía

en el semblante pálido se imprime. Serio retrato en la pared clarea todavía. Nosotros divagamos.

En la tristeza del hogar, golpea el tic-tac del reloj. Todos callamos.

II



He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas, he navegado en cien mares

y he atracado en cien riberas.

En todas partes he visto caravanas de tristeza, soberbios y melancólicos borrachos de sombra negra,

y pedantones al paño


que miran, callan y piensan que saben, porque no beben el vino de las tabernas.

Mala gente que camina y va apestando la tierra...

Y en todas partes he visto gentes que danzan o juegan, cuando pueden, y laboran sus cuatro palmos de tierra.

Nunca, si llegan a un sitio, preguntan adónde llegan. Cuando caminan, cabalgan a lomos de mula vieja,

y no conocen la prisa

ni aun en los días de fiesta. Donde hay vino, beben vino,

donde no hay vino, agua fresca.

Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan,

y en un día como tantos, descansan bajo la tierra.

III



La plaza y los naranjos encendidos con sus frutas redondas y risueñas.


Tumulto de pequeños colegiales, que al salir en desorden de la escuela,

llenan el aire de la plaza en sombra con la algazara de sus voces nuevas.

¡Alegría infantil en los rincones de las ciudades muertas!...

¡Y algo nuestro de ayer, que todavía vemos vagar por estas calles viejas!

IV


En el entierro de un amiGo





Tierra le dieron una tarde horrible del mes de julio, bajo el sol de fuego.

A un paso de la abierta sepultura, había rosas de podridos pétalos, entre geranios de áspera fragancia y roja flor. El cielo

puro y azul. Corría un aire fuerte y seco.

De los gruesos cordeles suspendido, pesadamente, descender hicieron

el ataúd al fondo de la fosa los dos sepultureros...

Y al reposar sonó con recio golpe, solemne, en el silencio.


Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio.

Sobre la negra caja se rompían

los pesados terrones polvorientos...

El aire se llevaba

de la honda fosa el blanquecino aliento.

—Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa, larga paz a tus huesos...

Definitivamente,

duerme un sueño tranquilo y verdadero.

V


Recuerdo ınfantıl



Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel

junto a una mancha carmín. Con timbre sonoro y hueco


truena el maestro, un anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil va cantando la lección:

mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón.

Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de la lluvia en los cristales.

VI



Fué una clara tarde, triste y soñolienta, tarde de verano. La hiedra asomaba

al muro del parque, negra y polvorienta...

La fuente sonaba.

Rechinó en la vieja cancela mi llave; con agrio ruido abrióse la puerta

de hierro mohoso y, al cerrarse, grave golpeó el silencio de la tarde muerta.

En el solitario parque, la sonora copla borbollante del agua cantora, me guió a la fuente. La fuente vertía sobre el blanco mármol su monotonía.

La fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano,


un sueño lejano mi canto presente?... Fué una tarde lenta del lento verano.

Respondí a la fuente: No recuerdo, hermana,

mas sé que tu copla presente es lejana.

Fué esta misma tarde: mi cristal vertía como hoy sobre el mármol su monotonía.

¿Recuerdas, hermano?... Los mirtos talares, que ves, sombreaban los claros cantares que escuchas. Del rubio color de la llama,

el fruto maduro pendía en la rama,

lo mismo que ahora. ¿Recuerdas, hermano?...

Fué esta misma lenta tarde de verano.

—No sé qué me dice tu copla riente de ensueños lejanos, hermana la fuente.

Yo sé que tu claro cristal de alegría ya supo del árbol la fruta bermeja; yo sé que es lejana la amargura mía

que sueña en la tarde de verano vieja.

Yo sé que tus bellos espejos cantores copiaron antiguos delirios de amores:

mas cuéntame, fuente de lengua encantada, cuéntame mi alegre leyenda olvidada.

—Yo no sé leyendas de antigua alegría, sino historias viejas de melancolía.

Fué una clara tarde del lento verano... 

Tú venías solo con tu pena, hermano; tus labios besaron mi linfa serena,

y en la clara tarde, dijeron tu pena.


Dijeron tu pena tus labios que ardían:

la sed que ahora tienen, entonces tenían.

—Adiós para siempre, la fuente sonora, del parque dormido eterna cantora.

Adiós para siempre, tu monotonía, fuente, es más amarga que la pena mía.

Rechinó en la vieja cancela mi llave; con agrio ruido abrióse la puerta

de hierro mohoso y, al cerrarse, grave sonó en el silencio de la tarde muerta.

VII



El limonero lánguido suspende una pálida rama polvorienta,

sobre el encanto de la fuente limpia, y allá en el fondo sueñan

los frutos de oro...

Es una tarde clara, casi de primavera; tibia tarde de marzo,

que al hálito de abril cercano lleva; y estoy solo, en el patio silencioso,

buscando una ilusión cándida y vieja: alguna sombra sobre el blanco muro, algún recuerdo, en el pretil de piedra de la fuente dormido, o, en el aire, algún vagar de túnica ligera.


En el ambiente de la tarde flota ese aroma de ausencia,

que dice al alma luminosa: nunca, y al corazón: espera.

Ese aroma que evoca los fantasmas de las fragancias vírgenes y muertas.

Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara, casi de primavera,

tarde sin flores, cuando me traías el buen perfume de la hierbabuena, y de la buena albahaca,

que tenía mi madre en sus macetas.

Que tú me viste hundir mis manos puras en el agua serena,

para alcanzar los frutos encantados que hoy en el fondo de la fuente sueñan...

Sí, te conozco, tarde alegre y clara, casi de primavera.

VIII



Yo escucho los cantos de viejas cadencias, que los niños cantan cuando en coro juegan, y vierten en coro

sus almas que sueñan, cual vierten sus aguas


las fuentes de piedra: con monotonías de risas eternas,

que no son alegres, con lágrimas viejas, que no son amargas y dicen tristezas, tristezas de amores de antiguas leyendas.

En los labios niños, las canciones llevan confusa la historia

y clara la pena; como clara el agua lleva su conseja de viejos amores,

que nunca se cuentan.

Jugando, a la sombra de una plaza vieja,

los niños cantaban...

La fuente de piedra vertía su eterno cristal de leyenda.

Cantaban los niños canciones ingenuas, de un algo que pasa y que nunca llega:

la historia confusa y clara la pena.

Vertía la fuente su eterna conseja:


borrada la historia, contaba la pena.

IX


Orıllas del duero



Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.

Girando en torno a la torre y al caserón solitario,

ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno, 

de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.

Es una tibia mañana.

El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.

Pasados los verdes pinos, casi azules, primavera 

se ve brotar en los finos chopos de la carretera

y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.

El campo parece, más que joven, adolescente.

Entre las hierbas alguna humilde flor ha nacido,

 azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido, 

y mística primavera!

¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,

 espuma de la montaña

ante la azul lejanía, sol del día, claro día!

¡Hermosa tierra de España!



X



A la desierta plaza conduce un laberinto de callejas.

A un lado, el viejo paredón sombrío de una ruinosa iglesia;

a otro lado, la tapia blanquecina de un huerto de cipreses y palmeras,

y, frente a mí, la casa, y en la casa, la reja,

ante el cristal que levemente empaña su figurilla plácida y risueña.

Me apartaré. No quiero

llamar a tu ventana... Primavera viene—su veste blanca

flota en el aire de la plaza muerta—

 viene a encender las rosas

rojas de tus rosales... Quiero verla...

XI

Yo voy soñando caminos de la tarde. ¡Las colinas doradas,

 los verdes pinos, las polvorientas encinas!...

¿Adónde el camino irá? Yo voy cantando, viajero a lo largo del sendero...

—La tarde cayendo está—.

«En el corazón tenía

la espina de una pasión; 

logré arrancármela un día: ya no siento el corazón».

Y todo el campo un momento se queda, 

mudo y sombrío,


meditando. Suena el viento en los álamos del río.

La tarde más se obscurece; y el camino que serpea

y débilmente blanquea, se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:

«Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir 

en el corazón clavada».

XII



Amada, el aura dice tu pura veste blanca... No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!

El aura me ha traído tu nombre en la mañana;

el eco de tus pasos repite la montaña... No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!

En las sombrías torres repican las campanas... No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!


Los golpes del martillo dicen la negra caja; y el sitio de la fosa,

los golpes de la azada...

No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!

XIII



Hacia un ocaso radiante caminaba el sol de estío,

y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante, tras de los álamos verdes de las márgenes del río.

Dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera de la cigarra cantora, el monorritmo jovial, entre metal y madera,

que es la canción estival.

En una huerta sombría,

giraban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras el son del agua se oía. Era una tarde de julio, luminosa y polvorienta.

Yo iba haciendo mi camino,

absorto en el solitario crepúsculo campesino.

Y pensaba: «¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa toda desdén y armonía,

hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía

de este rincón vanidoso, obscuro rincón que piensa!».


Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente.

Lejos, la ciudad dormía

como cubierta de un mago fanal de oro transparente.

Bajo los arcos de piedra el agua clara corría.

Los últimos arreboles coronaban las colinas manchadas de olivos grises y de negruzcas encinas.

Yo caminaba cansado,

sintiendo la vieja angustia que hace el corazón pesado.

El agua en sombra pasaba tan melancólicamente, bajo los arcos del puente,

como si al pasar dijera:

«Apenas desamarrada

la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera, se canta: no somos nada.

Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera».

Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría. (Yo pensaba: ¡el alma mía!)

Y me detuve un momento, en la tarde, a meditar...

¿Qué es esta gota en el viento que grita al mar: soy el mar?

Vibraba el aire asordado

por los élitros cantores que hacen el campo sonoro, cual si estuviera sembrado

de campanitas de oro.

En el azul fulguraba un lucero diamantino. Cálido viento soplaba alborotando el camino.


Yo, en la tarde polvorienta, hacia la ciudad volvía.

Sonaban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras caer el agua se oía.

XIV


Cante hondo



Yo meditaba absorto, devanando los hilos del hastío y la tristeza, cuando llegó a mi oído,

por la ventana de mi estancia, abierta

a una caliente noche de verano, el plañir de una copla soñolienta,

quebrada por los trémolos sombríos de las músicas magas de mi tierra.

...Y era el Amor, como una roja llama...

—Nerviosa mano en la vibrante cuerda ponía un largo suspirar de oro

que se trocaba en surtidor de estrellas—.

...Y era la Muerte, al hombro la cuchilla, el paso largo, torva y esquelética.

—tal cuando yo era niño la soñaba—.

Y en la guitarra, resonante y trémula, la brusca mano, al golpear, fingía el reposar de un ataúd en tierra.


Y era un plañido solitario el soplo que el polvo barre y la ceniza aventa.

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