La Piel de Zapa /Honorato de Balzac

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El reportro(2)xx



La Piel de Zapa

Honorato de Balzac





INDICE

I - EL TALISMÁN

II -  LA MUJER SIN CORAZON III -    LA AGONIA

EPILOGO


I

EL TALISMÁN


Hacia fines del mes de octubre último, entró un joven en el Palacio Real, en el momento en que se abrían las casas de juego, conforme a la ley que protege una pasión esencialmente imponible. Sin titubear apenas, subió la escalera del garito señalado con el número 36.

-¡Caballero! ¿me hace usted el favor del sombrero? - requirió en voz seca y gruñona un viejecillo paliducho, acurrucado en la sombra, resguardado por una barricada, y que se levantó súbitamente, mostrando un rostro vaciado en un tipo innoble.

Cuando entras en una casa de juego, la ley comienza por despojarte de tu sombrero. ¿Será ello una parábola evangélica y providencial? ¿Será más bien una manera de cerrar un contrato infernal contigo, exigiéndote no sé qué prenda? ¿Será quizá para obligarte a guardar actitud respetuosa para con aquellos  que  van  a ganarte el dinero? ¿Será por ventura, que la policía, agazapada en todos los bajos fondos sociales, tiene afán  de averiguar  el nombre de tu sombrerero o el tuyo, si es que le has estampado en el forro? ¿Será, en fin, para tomar la medida de tu cráneo y confeccionar una instructiva estadística, relativa a la capacidad cerebral de los jugadores? En este punto, el silencio de la Administración es absoluto. Pero, sábelo bien; apenas avances un paso hacia  el  tapete  verde,  ya  no  te  pertenece  tu sombrero, como tampoco te perteneces tú mismo; tanto tú, como tu fortuna, tus prendas de vestuario, hasta tu bastón, todo es del juego. A tu salida, el juego te demostrará, mediante un atroz epigrama en acción, que te ha dejado algo, devolviéndote tu indumentaria. No obstante, si en alguna ocasión llevas sombrero nuevo, aprenderás, a tu costa, que conviene hacerse un traje de jugador.

El asombro manifestado por el joven al recibir una ficha numerada a cambio de su sombrero, cuyos bordes, por fortuna, estaban ligeramente pelados, reveló bastante á las claras un alma todavía  inocente.  Así,  el  viejecillo,  encenagado  sin duda, desde su mocedad en los ardientes placeres de la vida del jugador, le lanzó una mirada de compasiva ternura, en lo que un filósofo hubiera leído las miserias del hospital, la vagabundez del arruinado, los sumarios y procesos, los trabajos forzados a perpetuidad, las expatriaciones al Guazacoalco. Aquel hombre, cuya escuálida y exangüe faz denotaba la deficiencia de alimentos, presentaba la pálida imagen del vicio reducida a su más mínima expresión. Sus arrugas delataban las huellas de antiguas torturas, y debía jugarse sus menguados emolumentos el día


mismo en que los cobraba. Semejante a esos rocines en los que no producen mella los palos, no había nada que le inmutara; los sordos gemidos de los jugadores que salían arruinados, sus mudas imprecaciones, sus estúpidas miradas, no causaban en él la más ligera impresión. Era la encarnación del juego. Si el joven hubiera contemplado al triste Cerbero, quizá se habría dicho:

-¡Ese hombre es una baraja ambulante!

El desconocido desatendió el consejo viviente instalado allí sin duda por la Providencia como ha situado la repulsión a la puerta de todos los lugares de vicio, y entró resueltamente en la sala, donde el sonido del oro ejercía deslumbradora fascinación sobre los sentidos, en plena codicia. Era probable que aquel joven fuese impulsado allí por la más lógica de  todas  las  elocuentes  frases  de  J. J. Rousseau, que, a mi juicio, encierra este triste  pensamiento  «Sí,  concibo  que  un  hombre recurra al juego; pero sólo en el caso extremo de no ver más que su último escudo entre  él y la  muerte.»

Por la tarde, las casas de juego sólo tienen una poesía  vulgar,  pero  de  un efecto tan seguro como un drama sangriento. Las salas están repletas de «mirones» y de jugadores, de ancianos indigentes, que se  arrastran  por  allí  para  entrar  en calor, de fisonomías agitadas, de orgías comenzadas en el vino y prestas a acabar en el Sena. Si la pasión abunda, el excesivo número de actores impide contemplar frente a frente al demonio del juego. La velada es un verdadero trozo de conjunto, en el que toda la compañía canta,  en  el  que  cada  instrumento  de  la  orquesta modula su frase. Allí  se ven numerosas personas respetables, que van en busca de solaz y lo pagan, como pagarían el placer del espectáculo o la satisfacción de un capricho gastronómico. ¿Pero alcanzaríais a comprender todo el delirio y el vigor encerrados en el alma de un hombre que espera con impaciencia la apertura de un tugurio? Entre el jugador de la madrugada y el jugador de  la  tarde,  existe  la diferencia que separa al marido indolente del amante embobado bajo los balcones de su beldad. Sólo durante la madrugada se muestran la pasión palpitante y la necesidad, en toda su horrible desnudez. En aquel momento podríais admirar a un verdadero jugador, a un jugador que no ha comido, dormido, vivido ni pensado mientras ha sido flagelado por el látigo de su martingala, mientras  ha  sufrido, asediado por la comezón de un golpe de  «treinta  y  cuarenta».  A  aquella  hora maldita, encontraríais ojos cuya calma espanta, rostros que fascinan, miradas que remueven las cartas y las  devoran.  Así,  las  casas  de  juego  no  son  sublimes  más que a la apertura de sus sesiones. Si España tiene  sus  corridas  de  toros,  si  Roma tuvo sus gladiadores, París puede vanagloriarse de su Palacio Real, cuyas


provocativas ruletas proporcionan el placer de ver correr la sangre a oleadas, sin el temor de que resbalen los pies. Intentad lanzar una mirada furtiva sobre aquella palestra, entrad... ¡Qué desnudez!  Los  muros,  cubiertos  de  un  papel  mugriento hasta la altura' de una persona, no ofrecen una sola imagen capaz de refrigerar el alma. Ni siquiera se  encuentra  un  clavo  para  facilitar  el  suicidio.  El  entarimado está carcomido y sucio. Una mesa oblonga ocupa el centro de la sala. La modestia de las sillas de paja agrupadas en torno de aquel tapete gastado por el roce del oro, denuncia una curiosa indiferencia por el  lujo,  entre  los  hombres  que  van  a sucumbir allí por el afán de la fortuna y del  fausto.  Esta  antítesis  humana  se descubre dondequiera que el alma reacciona poderosamente  sobre  sí  misma.  El galán desearía ver  a su amada  reposando sobre  mullidos cojines  de  seda, envuelta en vaporosos tisúes orientales, y la mayor parte del tiempo la posee sobre  un camastro. El ambicioso se imagina en  la  cumbre  del  poder,  sin  dejar  de  rastrear por el fango del servilismo. El traficante vegeta en el fondo de un tenducho húmedo y malsano, levantando un vasto palacio de donde su hijo, heredero precoz, será arrojado por una licitación fraternal.  En  fin,  ¿existe  algo  más  repulsivo  que  una casa de placer? ¡Problema singular!  En  constante  oposición  consigo  mismo, midiendo sus esperanzas por sus males presentes y sus males por un porvenir que no le pertenece, el hombre imprime  a  todos  sus  actos  el  carácter  de  la inconsciencia y de la debilidad. Aquí abajo, no hay nada completo más que  la desgracia.

Cuando el joven entró en el salón, había ya en él varios  jugadores.  Tres ancianos calvos estaban sentados indolentemente alrededor del tapete verde: sus rostros marmóreos, impasibles, como los de los diplomáticos, revelaban almas estragadas, corazones que hacía mucho tiempo que se habían olvidado de palpitar, ni aun arriesgando los bienes parafernales de una esposa.

Un  joven  italiano, de  negra cabellera  y  tez cetrina,  acodado  tranquilamente al extremo de la mesa, parecía escuchar esos presentimientos secretos que gritan fatalmente al jugador: -¡Sí! -¡No!  Aquella cabeza meridional respiraba oro  y fuego. Siete u ocho mirones, en pie, alineados  formando  galería,  aguardaban  las  escenas que les preparaban los vaivenes de la suerte, las fisonomías de los actores, el movimiento del dinero y el de  las raquetas. Aquellos desocupados se  estacionaban allí, silenciosos, inmóviles, atentos como el pueblo al cadalso, cuando el verdugo cercena una cabeza. Un hombre alto y flaco, raído de ropa, con una tarjeta en una mano y un lapicero en la otra, marcaba los pases del encarnado y del negro. Era uno de esos Tántalos modernos, que viven al borde de todos los goces de su siglo,


uno de esos avaros sin tesoro, que  atraviesan  una  puesta  imaginaria;  especie  de loco razonable, que se consolaba de sus miserias acariciando una quimera, que actuaba, en fin, con el vicio y  el  peligro  como  los  recién  ordenados  con  la Eucaristía, cuando dicen misas blancas. Frente a la banca, un par de esos ladinos especuladores, expertos en lances de juego y semejantes a antiguos forzados,  a quienes ya no asustan las galeras, permanecían  en  acecho,  para  aventurar  tres golpes y llevarse inmediatamente la incierta ganancia de que vivían.  Dos  viejos criados se paseaban perezosamente con los brazos cruzados, mirando de vez en cuando al jardín, por detrás de  las  vidrieras, como para mostrar  a  los  transeúntes sus anchas faces, a guisa de enseña.

El  «banquero»  acababa  de  lanzar  su  inexpresiva  mirada  circular  sobre  los

«puntos»  y  de  pronunciar  el  monótono  «¡Hagan  juego!»,  cuando  el  joven  abrió  la puerta. El silencio se hizo más profundo y las cabezas se volvieron al recién llegado, por  curiosidad.  ¡Cosa  inaudita!  Los  embotados  viejos,  los  pétreos  empleados,  los

«mirones» y hasta el  fanático italiano, experimentaron  cierta  impresión  de espanto, al ver al desconocido. ¿No se ha de ser bien desgraciado para obtener piedad, bien débil para inspirar simpatía, de  bien  siniestro  aspecto  para  estremecer  las  almas, en un lugar en que los dolores deben ser mudos, donde la miseria es alegre y la desesperación mesurada? Pues bien; de todo ello hubo en la sensación nueva que removió aquellos corazones helados, en el momento de entrar el joven. ¿Acaso no lloraron también alguna vez los verdugos, ante las vírgenes cuyas blondas cabezas debían ser segadas a una señal de la Revolución?

A la primera ojeada, los jugadores leyeron en el semblante del novicio algún horrible misterio. Sus juveniles facciones estaban impregnadas de una  gracia nebulosa; sus miradas denunciaban esfuerzos fracasados,  mil  esperanzas defraudadas. La hosca -  impasibilidad  del  suicidio  daba  a  aquella  frente  una palidez mate y enfermiza:  una  amarga  sonrisa  plegaba  ligeramente  las  comisuras de los labios, y la fisonomía expresaba una resignación, que impresionaba desagradablemente. Algún secreto genio  centelleaba  en  el  fondo  de  aquellas pupilas, veladas quizá por las fatigas del placer. ¿Era que los estragos de una vida licenciosa empañaban el brillo de aquel noble rostro, en otro  tiempo  puro  y rozagante, ahora degradado? Los médicos habrían atribuido indudablemente a lesiones cardíacas o pulmonares el círculo amarillento que rodeaba los párpados y el tinte rojizo de las mejillas, en tanto que los poetas hubieran pretendido reconocer en aquellos síntomas los estragos de la vigilia, las huellas de noches de  estudio pasadas al resplandor de un quinqué. Pero era una pasión más mortal que la


enfermedad, una enfermedad más implacable que la fiebre del  estudio,  la  que alteraba aquel cerebro mozo, la  que  contraía  aquellos  músculos  vivaces,  la  que hacía retorcer aquel corazón, apenas desflorado por las orgías, el estudio y la enfermedad. Así como cuando llega un célebre criminal al presidio, los penados le acogen con respeto, así todos aquellos demonios humanos, duchos en torturas, saludaron un dolor insólito, una herida profunda que sondeaba su mirada, y reconocieron uno de sus príncipes en la majestad de su muda ironía, en la elegante miseria de sus ropas, El joven vestía un frac de buen gusto, pero los  bordes  del chaleco y de  la  corbata  estaban  concienzudamente  unidos,  para  que  se  le supusiera camisa. La limpieza de sus manos, pulidas como manos femeninas, era bastante dudosa; en fin, ¡hacía dos días que no llevaba guantes!

Si el banquero y los propios criados de la sala se estremecieron, fue porque aun se observaban los rastros de una encantadora inocencia en aquellas formas gráciles y delicadas,  en  aquella  blonda  y  rala  cabellera,  ensortijada  naturalmente. El sujeto en cuestión no contaba más de veinticinco años, y el vicio parecía ser en él tan sólo un  accidente.  La  lozanía  de  la  juventud  seguía  luchando  con  los estragos de una impotente lascivia. Las tinieblas y la luz, la nada y la existencia combatían entre sí, produciendo a la vez atracción y horror. El joven se presentaba allí como un ángel sin aureola, extraviado en su camino.  Así,  todos  aquellos profesores eméritos de vicio y de infamia, semejantes a una repugnante Celestina, acometida por la piedad a la vista de una hermosa doncella que se ofrece a la corrupción, estuvieron a punto de gritar al novato

-¡Vete!

El recién llegado marchó derecho a la mesa, se quedó en pie, tiró al azar sobre el tapete una moneda de oro que tenía en la mano, y que fue. rodando, al negro; luego, a fuer de corazón esforzado, que abomina de trapaceras incertidumbres, lanzó al tallador una mirada, entre turbulenta y tranquila. El interés de aquel golpe fue tal, que los viejos hicieron postura; pero el italiano, asaltado por una luminosa idea que cruzó su mente, con el fanatismo de la pasión, apuntó su montón de oro en contra del juego del desconocido. El banquero se olvidó de pronunciar esas frases que, a la larga, se convierten en un murmullo ronco e ininteligible

-¡Hagan juego!... ¿Está hecho?... ¡No va más!

Al extender las cartas sobre la mesa, el tallador, indiferente siempre a  la pérdida o a la ganancia de los aficionados a aquellos sombríos placeres, pareció mostrarse deseoso de que la suerte favoreciese al advenedizo. A cada espectador se


le antojó ver un drama y la última escena de una noble vida en la suerte de aquella moneda de oro; sus pupilas, clavadas en las fatídicas cartulinas, chispeaban; pero, a pesar de la atención con que miraron alternativamente al joven y a las cartas, no pudieron sorprender el menor síntoma de emoción en su  fisonomía  fría  y  re- signada.

-Encarnado gana, color pierde - cantó el banquero con solemnidad.

Una especie de sordo estertor  salió del  pecho del  italiano,  al  ver  caer,  uno  a  uno, los billetes doblados que le arrojó el pagador.  En  cuanto  al joven, no  se  dio  cuenta de su ruina hasta el momento en que se alargó la raqueta para recoger su última moneda. El marfil produjo un ruido  seco  al  chocar  con  el  metal,  y  la  moneda, rápida como una flecha,  fue  a reunirse  al  montón  de  oro apilado delante de la caja. El desconocido cerró los ojos dulcemente y sus labios blanquearon; pero casi  en el acto descorrió los párpados, su boca recobró un rojo coralino, y afectando el aire de un inglés para quien la vida carece ya de misterios, desapareció  sin  mendigar consuelo con una de esas miradas desgarradoras que los jugadores, en su desesperación, suelen lanzar con harta frecuencia a la galería. ¡Cuántos acontecimientos se agolpan en el espacio  de  un  segundo  y  qué  de  cosas  en  un golpe de dados¡

-Debe ser su último cartucho - observó sonriendo el raquetero, después de un instante de silencio, durante el cual retuvo la moneda de oro entre el pulgar y el índice, para exhibirla a la concurrencia.

-¡Ese tarambana es capaz de tirarse de cabeza al río! - contestó uno de los asiduos, circulando una mirada en torno de la mesa, en la que todos se conocían.

-¡Bah! -  exclamó  uno  de  los  libreados  servidores,  aspirando  una  toma  de

rapé.

-¡Si hubiéramos imitado al señor! - dijo uno de los viejos a sus colegas,

señalando al italiano.

Todos los presentes miraron al afortunado jugador,  cuyas  manos  temblaban  al contar los billetes de Banco.

-En aquel momento -declaró el italiano- me pareció percibir una voz que murmuraba a mi oído: ¡El juego hará entrar en razón a ese desesperado muchacho!

-¡Ese hombre no es jugador¡ -replicó el banquero-; si lo fuese, hubiera distribuido su dinero en tres posturas, para contar con más probabilidades.

El joven pasó por delante de la portería, sin reclamar su sombrero; pero el viejo mastín, después de observar el mal estado de aquel guiñapo, se lo entregó sin proferir palabra. El jugador restituyó maquinalmente la contraseña y descendió las


escaleras tarareando "Di tanti palpiti», en tono  tan  quedo,  que  apenas  oiría  él mismo las deliciosas notas.

Una vez bajo las arcadas del Palacio Real, siguió hasta  la  calle  de  San Honorato, tomó el camino de las Tullerías y atravesó el jardín, con paso vacilante. Caminaba como por un despoblado, empujado por  los  transeúntes,  a  quienes  no veía, sin escuchar a través de los clamores populares más que una sola voz; la de la muerte; perdido, en fin, en  un  ensimismamiento  semejante  al  que  invadía,  en otro tiempo, a los acusados a quienes se conducía en una carreta desde el Palacio a la Gréve, hacia el cadalso tinto en la sangre vertida desde 1793.

Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy  bajo  para lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible. Implacables deben ser los huracanes que le fuerzan  a  demandar  la  paz  del  alma  al  cañón  de una pistola. ¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en una buhardilla, se marchitan y perecen por falta de un amigo, por falta del consuelo de una mujer, en el seno de un millón de seres, en presencia de una multitud harta  de  oro  y  que  se  aburre  l Ante semejante idea, el suicidio adquiere  proporciones  gigantescas.  Entre  una muerte voluntaria y la fecunda esperanza cuya voz llamara a un joven a París, sólo Dios sabe el cúmulo de concepciones encontradas, de poesías abandonadas, de lamentos y de gritos ahogados, de tentativas inútiles y de méritos abortados. Cada suicidio es un sublime poema de melancolía. ¿Dónde encontraréis, en el océano de las literaturas, un libro flotante que pueda luchar en genio con esta gacetilla :

«Ayer, a las cuatro, una muchacha se arrojó al Sena desde lo alto del Puente de las Artes.»?

Ante tal laconismo parisino, todo palidece; los dramas, las novelas, hasta la vieja portada: «Las lamentaciones del glorioso rey de Kaérnavan, reducido a prisión por sus hijos»; último fragmento de un libro perdido, cuya sola lectura enternecía a Sterne, sin perjuicio de abandonar a su mujer y a sus hijos.

El desconocido fue asaltado por mil pensamientos semejantes, que pasaban en jirones por su alma, como desgarradas banderas ondeantes en el fragor de una batalla. Si depositaba durante un momento el fardo de su inteligencia y de sus recuerdos, para detenerse ante algunas flores cuyas corolas  balanceaba  muelle- mente la brisa entre los macizos de verdura, se sentía bruscamente embargado por una convulsión de la vida, que respingaba todavía bajo la abrumadora idea  del suicidio, y elevaba los ojos al cielo; pero los grises nubarrones. las bocanadas de


viento, cargadas de tristeza, la pesadez  de  la  atmósfera,  seguían  aconsejándole morir. Se encaminó hacia el puente Real, pensando en los últimos caprichos de sus predecesores. Sonrió al recordar que lord Castlereagh satisfizo la más humilde necesidad física antes de cortarse el cuello, y que el académico Auger fue a buscar su caja de rapé, aspirando el acre polvillo al  avanzar  hacia la  muerte. Analizando estas extravagancias, hubo de  interrogarse  a  sí  mismo,  cuando  al  estrecharse contra el parapeto del puente, para dejar pasar a un mozo del mercado, rozó ligeramente con la manga el yeso de la pared y se sorprendió sacudiéndose cui- dadosamente el polvo. Llegado al punto culminante de  la bóveda, miró al  agua con aire siniestro.

-¡Mal tiempo para zambullirse! -le dijo  riendo  una  vieja,  envuelta  en andrajos-. El Sena está turbio y frío.

El contestó con una sonrisa llena de ingenuidad, que denotaba su delirante ardimiento; pero se estremeció de pronto, al ver a lo lejos, sobre el malecón de las Tullerías, la caseta rematada por el cartelón, con el siguiente rótulo, en letras de un pie de altura: «Salvamento de náufragos». Se le apareció el buen Dacheux, armado de su filantropía, requiriendo y  utilizando  aquellos  bienhechores  remos,  que rompen la cabeza a los ahogados, cuando tienen la desgracia de remontarse a la superficie: le vio exhortando a los curiosos, reclamando un médico, disponiendo las inhalaciones; leyó los pésames de los periodistas, escritos  entre  la  broma  de  un festín y la sonrisa de una bailarina; oyó el chocar de las monedas asignadas a los barqueros, por su cabeza, por el prefecto  del  Sena.  Muerto,  valdría  cincuenta francos, mientras que vivo no era sino un hombre de talento sin protectores, sin amigos, sin casa ni hogar, un verdadero cero social, inútil al Estado, que para nada se preocupaba de él. Pareciéndole in. noble una muerte en pleno día, resolvió morir de noche, a fin de entregar un cadáver indescifrable a aquella sociedad,  que desconocía la grandeza de su vida. Continuó, pues, su camino y se dirigió al muelle Voltaire, adoptando el andar indolente de  un  desocupado  que  desea  matar  el tiempo. Al descender los peldaños que terminan la acera del puente, en el ángulo del malecón, atrajeron sus miradas unos librotes extendidos sobre el parapeto. En poco estuvo que ajustase algunos. Sonrió, metió filosóficamente las manos en los bolsillos, y ya se disponía a reanudar su interrumpida marcha, en la que se notaba cierto dejo de frío desdén, cuando quedó admirado al oír resonar unas monedas en el fondo de su faltriquera, de un modo verdaderamente fantástico. Una sonrisa de esperanza iluminó su rostro, deslizándose de  sus  labios  a  sus  facciones  y  a  su frente y haciendo brillar de alegría sus pupilas y sus sombrías mejillas. Aquel


destello de felicidad se asemejaba a los chispazos que  recorren  los  restos  de  un papel consumido ya por las llamas; y cupo al semblante la  propia  suerte  de  las negras cenizas, tornándose triste cuando el desconocido, después de retirar apresuradamente la mano de su bolsillo, vio  tan  sólo  tres  monedas  de  diez céntimos.

-¡Signorino!   ¡Per carita!... ¡Una limosna para pan!

Un muchachuelo de rostro sucio y abotagado, mal cubierto de harapos, tendió la mano al personaje, para arrancarle sus últimos recursos.

A dos pasos del saboyanito, un anciano vergonzante, de aspecto achacoso y miserable, envuelto en un mantón agujereado, le dijo en bronca voz velada

-¡Caballero! ¡Una voluntad, por el amor de Dios!...

-Pero, cuando el joven miró al anciano, éste calló y cesó en su súplica, reconociendo quizá en aquel fúnebre  semblante  la  divisa  de  una  miseria  más acerba que la suya.

-Per carita !  ¡Per carita !

El desconocido distribuyó su capital entre el chicuelo y el anciano, abandonando la acera y cruzando a la parte edificada, por no poder soportar la punzante vista del Sena.

-¡Dios se lo pague y se lo aumente¡ - dijeron a la vez ambos mendigos.

Al llegar al escaparate de una estampería, el  moribundo  tropezó  con  una joven que descendía de un lujoso tren. Contempló con fruición a  la  encantadora mujer, cuyo blanco rostro  iba  encuadrado  armónicamente  en  la  seda  de  un elegante sombrero, y quedó seducido por su esbelto talle, por la gracia de sus movi- mientos. La falda, ligeramente levantada por el estribo, dejó al descubierto los delicados contornos de una bien moldeada  pantorrilla,  encerrada  en  una  tersa media blanca. La joven entró en el establecimiento regateó y ajustó varios álbumes y colecciones de litografías y compró por valor de algunas monedas de oro, que relucieron y tintinearon sobre el mostrador. Nuestro personaje, aparentemente abstraído en examinar los grabados expuestos  en  el  aparador,  cambió  vivamente con la hermosa desconocida la más penetrante de las miradas que pueda lanzar un hombre, contra una de esas indiferentes ojeadas dirigidas al azar a los transeúntes. Era, por parte del hombre, un adiós al  amor,  a  la  mujer;  pero  esta  última  y poderosa interrogación no fue comprendida, no conmovió aquel corazón de mujer frívola, no la ruborizó, no la hizo bajar los ojos. ¿Qué significaba aquello para ella? Una admiración más, un deseo inspirado, que le sugeriría por la noche esta grata reflexión: « ¡La verdad es que hoy estaba bien! »


El joven se trasladó seguidamente de sitio, sin volver  siquiera  la  cabeza cuando la desconocida ocupó de nuevo su carruaje.  Los  caballos  arrancaron,  y aquella postrera imagen del lujo y de la elegancia se eclipsó,  como  pronto  se eclipsaría su vida. Avanzó melancólicamente a  lo  largo  de  los  almacenes, examinando sin gran interés las muestras de mercancías. Cuando  acabaron  las tiendas, estudió el Louvre,  el  Instituto,  las  torres  de  Nuestra  Señora,  las  del Palacio, el puente de  las  Artes.  Aquellos  monumentos  parecían  tomar  una fisonomía triste al reflejar los grisáceos matices del cielo, cuyos escasos claros prestaban un aire amenazador a París, que semejante a una mujer bonita, está sometiendo a inexplicables caprichos de fealdad y de belleza. Hasta la propia Naturaleza conspiraba para sumir al moribundo en un éxtasis doloroso.  Presa  de aquel poder maléfico, cuya acción disolvente encuentra un vehículo en el fluido que circula por nuestros nervios, sentía llegar insensiblemente su organismo a los fenómenos de la fluidez. Las borrascas de aquella  agonía  le  imprimían  un movimiento semejante al de las olas, y le hacían ver edificios y hombres a través de una bruma, en la que todo ondulaba. Trató de substraerse a las titulaciones que producían en su alma las relaciones de  la  naturaleza  física,  y  se  dirigió  a  un almacén de antigüedades, con el propósito de dar pasto  a  sus  sentidos,  o  de aguardar allí la noche, simulando el deseo de adquirir objetos  de  arte.  Era,  por decirlo así, reunir ánimos y pedir  un  cordial, como los  condenados  que  desconfían de sus fuerzas al ir al patíbulo; pero la conciencia de su próximo fin infundió, por un momento, en el joven la entereza de una duquesa con dos amantes, y entró en la tienda del anticuario con aire  desenvuelto, dejando ver en sus labios una sonrisa fija, como la de un beodo. ¿Acaso no estaba embriagado de la vida, o quizá de la muerte? No tardó en recaer en sus vértigos, y continuó  viendo  las  cosas  bajo extraños colores o animadas de  un  ligero  movimiento,  cuya  causa  era,  sin  duda, una irregular circulación de su  sangre,  tan  pronto  turbulenta,  como  una  cascada, tan pronto tranquila y blanda, como el agua tibia.

Solicitó simplemente visitar los almacenes, para ver si encerraba alguna curiosidad que le conviniera.  Un  mocetón  de  cara  fresca  y  mofletuda,  cabellera roja, cubierto con una gorra de nutria, encomendó la vigilancia del establecimiento a una anciana lugareña, especie  de  Caliban  femenino,  ocupada  en  limpiar  una estufa, cuyas maravillas  eran  debidas  al  genio de  Bernardo  de  Palissy. Luego,  dijo al presunto parroquiano, con aire indiferente:

-¡Verá usted, caballero!... Aquí abajo, en la tienda, sólo tenemos lo más corriente; pero, si quiere usted tomarse la molestia de subir al primer piso, podré


enseñarle magníficas momias del Cairo, varias artísticas incrustaciones, algunos ébanos tallados, «auténtico Renacimiento», recientemente llegados y que son ver- daderas preciosidades.

En la horrible situación en que se hallaba el desconocido, aquella charla de cicerone, aquellas frases neciamente mercantiles, fueron para él como las ruines tacañerías con que ciertos espíritus mezquinos asesinan a un hombre de genio. Llevando su cruz hasta el fin, pareció escuchar a su guía y le contestó con gestos o con monosílabos; pero, insensiblemente, supo conquistar el derecho de permanecer silencioso y pudo entregarse libremente a sus últimas meditaciones, que fueron terribles, Era poeta, y su alma encontró fortuitamente inmenso campo; debía ver, anticipadamente, los restos de veinte mundos.

A primera vista, los almacenes le ofrecieron un cuadro confuso, en el que se amontonaba lo divino y lo humano. Cocodrilos, boas, monos disecados, sonreían a los ventanales de iglesia, parecían querer morder los bustos, correr tras las lacas, trepar a las pendientes arañas. Un jarrón de Sévres, en el que madame Jacotot pintó a Napoleón, se hallaba junto a una esfinge dedicada a Sesostris. El comienzo del mundo y los acontecimientos de la víspera se asociaban en grotesco maridaje. Un asador se hallaba colocado junto a un viril, un sable republicano sobre un mandoble de la Edad Media. Madame Dubarry, pintada al pastel por Latour, con una estrella en la frente, desnuda y entre nubes, parecía contemplar concupiscentemente un braserillo indio, como pretendiendo investigar la utilidad de las espirales que serpenteaban hacia ella. Los instrumentos de muerte, puñales, pistolas curiosas, armas de secreto, arrojadas en revuelta confusión con instrumentos de vida; soperas de porcelana, platos de Sajonia, tazas transparentes, procedentes de China, saleros antiguos, bomboneras feudales. Un bajel de marfil bogaba a toda vela sobre el caparazón de una inmóvil tortuga. Una máquina neumática, dejaba tuerto al emperador Augusto, majestuosamente impasible. Varios retratos de regidores franceses, de burgomaestres holandeses, insensibles entonces como durante su vida, se destacaban entre aquel caos de antigüedades, lanzándoles una mirada indiferente y fría. Todos los ámbitos de la tierra parecían haber aportado allí algún resto de su ciencia, alguna muestra de su arte. Era una especie de vertedero filosófico, en el que nada faltaba; ni la pipa del salvaje, ni la pantufla verde y oro del serrallo, ni el yatagán morisco, ni el ídolo tártaro. Allí se veía, desde la cantimplora del soldado, hasta el cáliz del sacerdote, hasta las galas de un trono. Y aun todos aquellos monstruosos residuos estaban sujetos a mil accidentes de luz, por lo estrambótico de los reflejos debidos a la confusión de


matices, al brusco contraste de claros y obscuros. El oído parecía percibir gritos continuados, la imaginación sorprender dramas incompletos, la pupila vislumbrar resplandores mal velados. Por añadidura,  un  polvillo  pertinaz  tendía  su  manto sobre aquellos objetos, cuyos múltiples ángulos y cuyas numerosas sinuosidades producían los más pintorescos efectos.

El desconocido comparó a primera vista aquellas tres salas abarrotadas de civilización, de cultos, de divinidades, de obras maestras, de realezas, de ruinas, de sensatez y de locura, a un  espejo  lleno  de  facetas,  de  las  que  cada  cual representara un mundo. Después de aquella impresión brumosa, intentó escoger donde distraerse; pero a  fuerza de  mirar, de  pensar, de  soñar, cayó bajo el  imperio de una fiebre, debida tal vez  al  hambre  que  rugía  en  sus  entrañas.  La contemplación de tantas existencias

colectivas o individuales, contrastadas por  aquellos  testimonios  supervivientes; acabó de ofuscar los sentidos del joven; el deseo que le impelió al almacén, estaba colmado: salió de la realidad, ascendió gradualmente a un mundo ideal, llegó a los palacios encantados del Éxtasis, donde se le apareció el Universo, por residuos y en trazos de fuego, como en otros tiempos pasó flameando el porvenir ante los ojos de San Juan en Pathmos.

Una multitud de imágenes doloridas, atractivas y pavorosas, opacas y diáfanas, remotas y próximas, se elevó por masas, por miríadas, por generaciones. Egipto, rígido, misterioso, se alzó de sus arenales representado por una momia envuelta en negros vendajes; después, fueron los Faraones, sepultando pueblos para construirse una tumba, y Moisés, y los hebreos, y el desierto. Vislumbró todo un mundo antiguo y solemne. Fresca y apacible, una estatua de mármol, asentada sobre una columna truncada y radiante de blancura, le habló de los ritos voluptuosos de Grecia y de jonia. ¡Ah! ¿Quién no hubiera sonreído, como él, al ver, destacándose del fondo rojo a la morena doncella, danzando en el fino barro de un vaso etrusco ante el dios Príapo, que la saludaba jubilosamente? Frente por frente, una reina latina acariciaba su quimera con amor. Allí respiraban a sus anchas los caprichos de la Roma imperial, revelando el baño, el lecho, el tocado de una Julia indolente, soñadora, esperando a su Tíbulo. Armada con el poder de los talismanes árabes, la cabeza de Cicerón evocaba los recuerdos de Roma libre y le desarrollaba las páginas de Tito Livio. El joven contempló «Senatus populusque romanus" : el cónsul, los lictores, las togas bordadas de púrpura, las contiendas del Foro, el pueblo airado, desfilaron ante él, como las vaporosas figuras de un sueño. Por fin, la Roma cristiana dominaba aquellas imágenes. Un lienzo abría los cielos, en los


que aparecían la Virgen María nimbada por áurea nube, en el seno de los ángeles, eclipsando el fulgor del sol, escuchando las quejas de los desventurados, a los que aquella Eva regenerada sonreía con dulzura. Al reparar en un mosaico hecho con las distintas lavas del Vesubio y del Etna, su alma saltó a la fogosa y bravía Italia; asistió a las orgías de los Borgia, corrió a los Abruzzos, aspiró los amores italianos, se apasionó por la blancura mate de los rostros y la avasalladora negrura de los ojos. Tembló ante las aventuras nocturnas interrumpidas por la fría espada de un marido, al ver una daga de  la Edad Media, cuya empuñadura estaba cincelada con la finura de un encaje y cuyo moho tenía las apariencias de manchas de sangre. La India y sus religiones revivieron de un ídolo cubierto con el puntiagudo casquete de facetas romboidales, adornado con campanillas y ataviado de seda y oro. Junto al figurón, una esterilla, preciosa como la bayadera que había girado sobre ella, exhalaba todavía las aromas del sándalo. Un monstruo chino, con  sus  ojos oblicuos, su boca torcida, sus miembros torturados, traían al ánimo los inventos de un pueblo que, harto de la monotonía de la belleza, encuentra inefable placer en prodigar las fealdades. Un salero, salido de los talleres de Benvenuto Cellini, le transportó al seno del Renacimiento, al tiempo en que florecieron las artes y la licencia, en que los soberanos se distraían con suplicio, en que los concilios, echados en los brazos de las cortesanas, decretaban la castidad para los simples clérigos. Vio las conquistas de Alejandro en un camafeo, las matanzas de Pizarro en un arcabuz de mecha, las guerras religiosas, desenfrenadas, ardientes, crueles, en el fondo de un casco. Luego, surgieron las rientes imágenes de la caballería, de una armadura de Milán, primorosamente damasquinada, bien acicalada y bajo cuya visera brillaban aún las pupilas de un paladín.

Aquel océano de muebles, de inventos, de innovaciones, de obras, de ruinas, constituía para él un poema  sin  fin.  Formas,  colores,  pensamientos;  todo  revivía allí; pero no se ofrecía nada completo al alma. El poeta debía terminar los croquis del gran pintor que había compuesto aquella inmensa paleta, en la que se habían arrojado profusamente y al desdén los innumerables accidentes de la vida humana. Después de haberse adueñado del mundo, después de haber contemplado países, edades, reinos, el joven volvió  a  las  existencias  individuales.  Se  personificó  de nuevo y se fijó en detalles, rechazando la  vida  de  las  nacionalidades,  como demasiado abrumadora para un hombre solo.

Allá dormía un niño de cera, salvado del estudio de Ruysch, y aquella encantadora criatura le recordó las alegrías de sus infantiles años. Ante la ilusión causada por el virginal faldellín de una doncella de Taiti, su ardiente imaginación le


pintó la sencilla vida de la naturaleza, la casta desnudez del verdadero pudor, las delicias de la pereza, tan inherente al hombre, todo un sino tranquilo, al borde de un arroyo límpido y  rumoroso,  bajo un  plátano  que  dispensara un sabroso  maná, sin necesidad de cultivo. Pero, súbitamente, se convirtió en corsario y revistió la terrible poesía impresa en el papel de Lara, vivamente inspirado por los matices nacarados de mil conchas, exaltado por la vista de algunas madréporas que trascendían al várec, a las algas y a los huracanes atlánticos. Admirando más allá las delicadas miniaturas, los arabescos de azul y de oro que enriquecían  algún precioso códice, olvidaba los tumultos del mar. Muellemente balanceado en

-una idea de paz, se desposaba nuevamente con el estudio y con  la  ciencia, apetecía la poltrona vida de los monjes, sin pena ni gloria, y se tendía en el fondo de una celda, contemplando por su ventana en ojiva las praderas, el arbolado, los viñedos de su monasterio. Ante algunos Teniers, se endosaba la bordada casaca del funcionario o la mísera blusa del obrero; ansiaba calarse la pringosa gorrilla de los flamencos, embriagarse de cerveza, jugar a los naipes con ellos, y sonreía a una rechoncha y garrida lugareña. Tiritaba, al contemplar un paisaje nevado de Mieris, o se batía mirando una batalla de Salvador Rossa. Acariciaba un «tomahawk» americano y sentía el escalpelo de un cheroki, que le arrancaba la piel del cráneo. Maravillado a la vista de una guzla, la confiaba a la mano de una castellana, saboreando la melodiosa romanza y declarándola su amor, junto a una chimenea gótica, entre la penumbra del atardecer, en la que se perdía una mirada de consentimiento. Se aferraba a todas las alegrías, se sobrecogía por todos los dolores, se apropiaba todas las formas de existencia, esparciendo tan generosamente su vida y sus sentimientos entre los simulacros de aquella naturaleza plástica y vacía, que el ruido de pasos repercutía en su alma como el sonido lejano de otro mundo, como el rumor de París llega a las torres de Nuestra Señora.

Al subir la escalera interior que conducía a las salas del primer piso,  vio escudos votivos, panoplias, tabernáculos esculpidos,  figuras  de  madera  pendientes de los muros, depositadas sobre cada escalón. Perseguido por las más  extrañas formas, por maravillosas creaciones asentadas en los confines de la muerte y de la vida,. caminaba bajo los hechizos de un sueño. Dudando, en fin, de  su  existencia, estaba como aquellos curiosos objetos, ni muerto del todo, ni vivo  en  absoluto. Cuando entró en los nuevos almacenes, comenzaba a palidecer el día; pero la luz parecía innecesaria a las resplandecientes riquezas de oro y de  plata  allí amontonadas. Los más costosos caprichos de disipadores muertos bajo un


miserable abuhardillado, después de haber poseído varios millones, se hallaban en aquel vasto bazar de los locuras humanas. Una papelera, comprada a peso de oro y vendida por un pedazo de pan, yacía junto a una cerradura de secreto, cuyo coste hubiera bastado, en sus  tiempos,  al  rescate  de  un  rey.  El  genio  humano  aparecía en todas las pompas de  su  miseria,  en  toda  la  gloria  de  sus  gigantescas pequeñeces. Una mesa de ébano, verdadero ídolo de artista, labrada con arreglo a los dibujos de Juan Goujon, cuya confección costaría seguramente varios años de trabajo, se adquirió tal vez a precio de leña. Cofrecillos  preciosos,  muebles construidos por manos de hadas, estaban allí desdeñosamente hacinados.

-¡Aquí tienen ustedes encerrados millones! - exclamó el joven, al llegar al saloncillo que terminaba una larga tirada de habitaciones, doradas y molduradas por artífices de la pasada centuria.

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