LA SERENIDAD Y EL ORO DE UNA PÁGINA (Poemas de Edel Morales) POESÍA CUBANA CONTEMPORANEA

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Alberto Edel Morales Fuentes. Escritor, editor y gestor cultural cubano. Ha publicado, entre otros, los poemarios Viendo los autos pasar hacia Occidente, Lejos de la corriente, La libertad infinita, El juego de la memoria, y La claridad de los trópicos. Como narrador ha dado a conocer el relato testimonial Los pies en la tierra, y la novela Que te vuelva a encontrar (Un byte de adolescencia. Primera temporada). Ha impartido conferencias y realizado lecturas en espacios culturales y académicos de América y Europa. Sus artículos, entrevistas y textos de ficción aparecen en antologías, publicaciones periódicas y sitios digitales de varios países. Fundador de la revista La Letra del Escriba y del Centro Cultural Dulce María Loynaz de La Habana. Residente en la República Oriental del Uruguay. 


LA SERENIDAD Y EL ORO DE UNA PÁGINA


(Poemas del escritor cubano Edel Morales)


  SEMANA


 El martes, en un paso de montaña, murió un amigo. Otros dos murieron el jueves, en calles distintas de la misma ciudad donde enmudezco y me oculto y escribo. En el agua salada del mar vi morir el viernes a un cuarto amigo, y antes de llegar a él murió también el quinto: quemado como un paria en la ácida envoltura de salitre.

 El lunes, todavía el lunes, tiraban fichas a la mesa y burlábamos la muerte —de otros, dijimos, será de otros—. Y como un relato trucado, una más de sus muchas ficciones, escuché la noticia imposible en un largo reportaje el miércoles: la muerte brutal y simple del primero.

 Ayer sábado, sin que los médicos sepan todavía por qué, murió mi sexto amigo, el más sabio y dispuesto, el más joven. No necesito ninguna señal cuando el domingo termina para entender quién está muriendo —protegido impunemente en esta casa de todos los peligros—. Y escribo mi muerte en la más llana de las formas. El día que se va me lleva hacia la Nada.


 AMARGO PALIMPSESTO DE LA MUERTE


 Cuántas veces ofreciste tu cabeza al vacío. 

El mar violeta sobrescribía tus preguntas 

en un cielo estático: amargo palimpsesto de la muerte. 

Tu cabeza impulsada en el vacío trasmutaba la carne 

—jugosa o macilenta de los transeúntes— 

en el alma de un pájaro que picotea la superficie dura de los arrecifes.

En la terraza inclinada, solo, 

tu cabeza imaginaba el alma de un pájaro, 

una franja de aire entre el silencio y la rutina 

—la ventanilla del auto al oscurecer, 

el borde negro de los arrecifes, unas aguas que se agotan—.

Amargo palimpsesto de la muerte.

Cuántas veces ofreciste tu cabeza al vacío.

Cuántas veces. Y nunca encontraste una premonición. 

Nunca una franja de aire o un alma de pájaro trasmutada 

en el mar violeta que sobrescribía tus preguntas.


ÚNICA PREMONICIÓN


Sin 

que 

supiese 

por qué,

me perseguían.

 UNA MANO EN EL TRASPIÉ

 He pensado en la muerte;

de un modo más preciso, en 

morir —un verbo minucioso,

apegado siempre

a lo real de la experiencia—.

Cuando regresaba tarde a casa, 

por las calles vacías,

he pensado mi muerte.

Fue ayer, digamos 

ya casi un hoy sin sombras; 

pero aún ahora 

estrujo contra el rostro una mano crispada.

De nada valen los actos

durante tanto tiempo dedicados a servir.

De nada valió amar con toda el alma.

Sin una mano en el traspié, sin una mirada 

o una sencilla palabra de ánimo: 

destruido estoy y solo, con mi verdad a cuestas.

Y nada pueden hacer las multitudes 

a las que tantas veces puse en marcha. 

Y nada puede la mujer que quise entera.

Vacía está la vida en la pobre ciudad vacía.

Con la mano crispada en el rostro he pensado en morir,

apenas ayer, hace un rato simplemente, digamos

ahora.


 ANTES DEL BIG CRUNCH


 El Universo expande la finitud de sus cuerdas.

No hay bordes. Es de noche alrededor.

Y de estos versos —escritos para precisar un instante—

nada quedará, finalmente. 

Lo sé, intentan una imagen imposible del suceso.

Perdura en ellos la magia antigua del cazador,

su fiebre por encontrar la huella en la espesura,

su destino entre el bien y el mal.

Los acontecimientos se revelan demasiado visibles,

demasiado vergonzantes para una escritura 

sumergida en el smog y en la frialdad de la época contemporánea.

Lo sé, conozco las escuelas y sus dogmas.

Nada quedará de su impulso cegador. Nada

de la intensidad y la fiebre de esa singularidad desnuda.

Es de noche. El Universo se expande. No hay bordes.

Pero sí finitud en las cuerdas

y en la antigua magia del cazador para cumplir un sueño.

En esa fría indeterminación hago lecturas.

En ese caos preciso un instante —La Habana, año noventa

y sucesivos— y traduzco para un amigo estos versos:

hechos con una rara claridad que los condena

y los aleja de cualquier estética al uso.

Serán barridos hacia otro horizonte, lejos de la corriente.

Lo sé. Como sé que ninguna sustancia

escapa a la intensa gravedad de los agujeros negros.

Ni siquiera la luz.


 AYER, MIENTRAS LEÍA A BORGES


 Ayer, mientras leía a Borges,

pensé de un modo diferente la tristeza.

El polvo al pie de las murallas

era el polvo apagado en una tarde de verano,

pero en la página viva

fue el pulso intemporal de una escritura

—suspendida desde antaño

entre el musgo y las losas de mármol—

y fue también la huella manifiesta de un origen

—perdida bajo el agua 

en la memoria de cien generaciones—.

Nada de lo que llamamos real

hizo que pensara la tristeza de un modo diferente

—la vida es ahora virtual y distante

y débil es el pensamiento de la época, you know—.

Al pie de las murallas gocé tu desoladora belleza 

y la belleza del mar recomenzando,

pero no deseaba en verdad un modo diferente

—la vida es ahora una copia

y tu cuerpo repetición de otros cuerpos

pasados y por venir—.

Los magníficos dramas hicieron a los griegos eternos

y a Shakespeare un hombre obligado y libre

—descansan, sin embargo, muy lejos de lo real:

en la tensa plenitud de su tiempo,

o en los espacios congelados de las videocintas,

el mito digital y la imagen—.

Nada en el mundo físico anunció el sentido 

de aquella revelación; pero ayer, mientras leía a Borges

—lejos del mar y las murallas y tu rostro y el polvo—

pensé de un modo diferente esa humana tristeza

y la serenidad y el oro de una página.

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