El Proceso (2024). Frank Kafka © Novela

|


MMMMMM



EL PROCESO







FRANK KAFKA
















El Proceso (2024).

Frank Kafka ©

Novela







EL PROCESO

FRANK KAFKA

El abogado. El fabricante. El pintor Una mañana de invierno —fuera caía la nieve y la luz era mortecina—, K estaba sentado en su despacho, exhausto a pesar de encontrarse en las primeras horas de la mañana. Para protegerse de los funcionarios inferiores, había encargado a su ordenanza que no dejase pasar a nadie; puso como excusa que estaba muy ocupado. Pero en vez de trabajar, giraba en su sillón, desplazaba lentamente distintos objetos sobre el escritorio y, sin ser muy consciente de lo que hacía, terminó por extender el brazo sobre la mesa y permanecer inmóvil con la cabeza inclinada. El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y presentarlo al tribunal. En él incluiría una corta descripción de su vida y aclararía, respecto a cada acontecimiento importante, por qué motivos había actuado así, si esa forma de actuar, según su juicio actual, era reprochable o no, y las justificaciones que se podían aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un escrito de defensa con un contenido similar, en comparación con la simple defensa a través del abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran indudables. K no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era mucho, hacía un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas tuvo la impresión de que ese hombre pudiera alcanzar algo.

Ni siquiera le había preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar. Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que él mismo podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio —tal vez por su dureza de oído—, tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni. De vez en cuando le hacía alguna vacía advertencia, como se hace con los niños [31] . Palabras tan inútiles como aburridas, que K no pensaba pagar ni con un céntimo cuando le enviara la cuenta final. Una vez que el abogado creía haberle humillado lo suficiente, comenzaba, como de costumbre, a infundirle un poco de ánimo. Según le contaba, él había ganado y a total o parcialmente muchos procesos similares, procesos que, si bien no habían sido tan difíciles como el suyo, al menos se habían presentado igual de desesperanzados.

 Tenía una lista con esos procesos en su cajón —al decirlo golpeteaba en uno de los laterales de la mesa—, pero por desgracia no podía mostrar el material, pues se trataba de un secreto oficial. Naturalmente, decía, toda su experiencia revertía en favor de K.

 Había comenzado a trabajar de inmediato y el primer escrito judicial y a casi estaba redactado. Su importancia consistía en que al ser la primera impresión que daba la defensa, a menudo determinaba esencialmente el posterior desarrollo del procedimiento. No obstante, por desgracia, se veía obligado a advertirle que a veces ocurría que los primeros escritos presentados al tribunal no se leían. Simplemente se agregaban a las actas y se estimaba que provisionalmente era más importante el interrogatorio y la observación del acusado que todas las alegaciones realizadas por escrito. Si el solicitante mostraba apremio, se aducía que antes de la sentencia definitiva se reuniría todo el material, incluidas las actas respectivas, y se examinarían también los primeros escritos. Lamentablemente, esto no ocurría siempre así, el primer escrito se solía traspapelar o simplemente se extraviaba y, aunque se conservase hasta el final —esto lo había sabido el abogado sólo por rumores—, apenas se leía.

Todo eso era lamentable, pero no carecía de justificación. K no debía sacar la falsa conclusión de que el procedimiento no era público, podía ser público, si el tribunal lo consideraba necesario, pero la ley no prescribía su publicidad.

Como consecuencia de esto, los escritos judiciales, ante todo el escrito de acusación, eran inaccesibles para el acusado y la defensa, por consiguiente no se sabía con exactitud a qué se debía referir, en concreto, el primer escrito, así que éste sólo podía contener por casualidad algo que fuera importante para la causa.

Datos exactos y aptos para servir de prueba se podían elaborar con posterioridad, cuando los interrogatorios del acusado hicieran aparecer con más claridad los cargos que se le imputaban o permitieran deducirlos con mayor precisión. Naturalmente, bajo estas condiciones, la defensa se encontraba en una situación muy desfavorable y difícil. Pero también esto era deliberado. En realidad, la ley no permitía una defensa, sólo la toleraba, no obstante, incluso respecto al sexto legal del que se podía deducir una tolerancia, existía una fuerte disensión doctrinal. Por consiguiente, estrictamente hablando, no podía haber ningún abogado reconocido por los tribunales, todos los abogados que comparecían ante ese tribunal eran abogados intrusos. El gremio consideraba esta situación indignante y si K, en su próxima visita a los juzgados, se fijaba en el despacho de los abogados, lo comprobaría.

Probablemente quedaría horrorizado al ver en qué condiciones se reunía allí la gente. Ya la estancia estrecha mostraba el desprecio que la justicia tenía por ese gremio. La luz sólo penetraba por una claraboya, situada a tal altura que si alguien quería mirar por ella tenía que buscar a un colega para subirse a sus espaldas. Por añadidura, el humo de una chimenea cercana le entraría por la nariz y le dejaría la cara negra. En el suelo de esa estancia—sólo para añadir un ejemplo más del estado en que se encontraba aquello—, había, desde hacía más de un año, un agujero, no tan grande como para que un hombre pudiese caer por él, pero sí lo suficiente como para poder meter una pierna. El despacho de los abogados estaba en el segundo piso, si alguien se hundía, la pierna aparecía en el primer piso, precisamente en el corredor donde esperan los acusados.

No exageraba al decir que en los círculos de abogados esa situación se consideraba vergonzosa. Las quejas a la Administración de Justicia no habían tenido el más mínimo éxito, lo único que se había conseguido era que se prohibiera severamente que los abogados cambiasen algo en la habitación asumiendo ellos mismos los costes. Pero también esta forma de tratar a los abogados tenía un fundamento. Se quería impedir la defensa y se pretendía que todo recayese sobre el acusado.

 No era un mal criterio, pero sería un error deducir que en esa justicia los abogados no servían para nada. Todo lo contrario, en ningún lugar eran tan necesarios. El procedimiento no sólo no era público, sino que también permanecía secreto para el acusado. Naturalmente, todo lo secreto que era posible, pero era posible en su mayor parte. El acusado tampoco tenía acceso a los escritos judiciales y deducir de los interrogatorios el contenido de ellos era muy difícil, sobre todo para el acusado, confuso y lleno de preocupaciones. Aquí es cuando debía actuar la defensa. Por regla general, la defensa no podía estar presente durante los interrogatorios, así que se veía obligada a preguntar al acusado, si era posible en la misma puerta del despacho del juez instructor, acerca del interrogatorio e intentar deducir de esos informes, la mayoría de las veces muy vagos, la información conveniente. Pero esto no era lo más importante, pues así no se podía averiguar mucho, aunque, si bien era cierto, una persona competente averiguaría más que otra que no lo era.

Lo más importante eran las relaciones personales del abogado, en ellas consistía la calidad de la defensa. K ya había sabido por propia experiencia que los rangos inferiores de esa organización judicial no eran del todo perfectos, que en ellos abundaban los empleados corruptos y aquellos que olvidaban fácilmente el cumplimiento del deber, por lo que la severa configuración judicial mostraba algunas lagunas. Aquí es donde la gran masa de abogados encontraba su campo de actuación, aquí se sobornaba y se espiaba, no hacía mucho tiempo, incluso, se produjeron robos de actas.

No se podía dudar que de esa manera se podían conseguir resultados sorprendentemente favorables para el acusado, aunque sólo momentáneos. Los pequeños abogados los aprovechaban para hacerse publicidad y vanagloriarse, pero para el posterior transcurso del proceso no significaba nada o nada bueno. Lo que a fin de cuentas poseía más valor eran las buenas y sinceras relaciones personales y, además, con los funcionarios superiores, con lo que sólo se hacía referencia a los funcionarios superiores de los grados inferiores. Gracias a estas relaciones se podía influir en el desarrollo del proceso, al principio de una manera inapreciable, más tarde con may or claridad. Esto lo conseguían muy pocos abogados, y aquí la elección de K se mostraba muy acertada.

 Tal vez sólo uno o dos abogados podían poseer unas relaciones similares a las suyas. Estos abogados, sin embargo, no se ocupaban de los clientes presentes en el despacho de abogados y no tenían nada que ver con ellos. Y precisamente esa circunstancia era la que fortalecía vínculo con los funcionarios judiciales. Ni siquiera era necesario que el Dr. Huld acudiera a los tribunales, que esperase allí a la casual aparición del juez instructor y que consiguiese algún éxito, dependiendo del humor del magistrado, o ni siquiera eso.

No, K ya lo había podido ver, los funcionarios, y, entre ellos, algunos superiores, se presentaban por su propia voluntad, ofrecían espontáneamente alguna información, clara o fácilmente interpretable, hablaban sobre el posterior desarrollo del proceso, sí, incluso había casos en que se dejaban convencer y adoptaban encantados los puntos de vista ajenos. No obstante, tampoco se podía confiar mucho en ellos en este último aspecto. Por muy positiva que fuese su opinión para la defensa, nada impedía que regresasen a su despacho y al día siguiente emitiesen una sentencia completamente contraria y mucho más severa para el acusado que la pensada en un primer momento, de la que, sin embargo, afirmaban estar convencidos del todo.

Contra esto no hay defensa posible, pues lo que han dicho en confianza sólo se ha dicho en confianza y no admite ninguna consecuencia pública, ni siquiera en el caso de que la defensa no se esforzara en mantener el favor de los señores. Por otra parte, resultaba cierto que estos señores no se ponían en contacto con la defensa, naturalmente con una defensa especializada, por amor al género humano o por sentimientos de amistad, también ellos, en cierta manera, dependían de ella.

Aquí salía a la luz uno de los defectos de una organización judicial que establecía la confidencialidad del tribunal. A los funcionarios les faltaba el contacto con la población, para los procesos habituales estaban bien dotados, un proceso así prácticamente avanzaba por sí mismo y sólo necesitaba un pequeño empujón de vez en cuando, pero en los casos más simples o en los más difíciles se mostraban con frecuencia perplejos. Como estaban sumidos noche y día en la ley, carecían del sentido para las relaciones humanas y en algunos casos lo echaban de menos.

 Entonces acudían a los abogados para tomar consejo y detrás de ellos venía un empleado con esas actas que, en realidad, se supone, son tan secretas.

 En esa ventana había visto a algunos señores, de los que jamás se hubiera podido esperar una actitud así, mirando hacia la calle desconsolados, mientras el abogado estudiaba las actas para darle un buen consejo. Por lo demás, en esas situaciones se podía comprobar la enorme seriedad con que esos señores se tomaban su trabajo y cómo se desesperaban cuando topaban con impedimentos que, por su naturaleza, no podían superar. Su posición tampoco era fácil, se les haría una injusticia si se pensase que su posición era fácil. La estructura jerárquica de la organización judicial era infinita y ni siquiera era abarcable para el especialista.

El procedimiento en los distintos juzgados era, por regla general, también secreto para los funcionarios inferiores, por consiguiente jamás podrían seguir los asuntos que trataban en las fases subsiguientes; las causas judiciales entraban en su ámbito de competencias sin que supieran de dónde venían y luego seguían su camino sin que supieran adónde iban. Así pues, estos funcionarios no podían sacar ninguna enseñanza del estudio de las distintas fases procesales, de las decisiones y fundamentos de las mismas.

 Sólo podían ocuparse de aquella parte del proceso que la ley les atribuía y del resultado de su trabajo sabían con frecuencia menos que la defensa, que, por regla general, permanecía en contacto con el acusado hasta el final del proceso. También a este respecto podían conocer a través de la defensa alguna información valiosa. Si K todavía se asombraba, teniendo en cuenta todo lo dicho, de la irascibilidad de los funcionarios —todos tenían la misma experiencia—, que con frecuencia se dirigían a las partes de un modo insultante, debía considerar que todos los funcionarios estaban irritados, incluso cuando parecían tranquilos.

Era natural que los abogados sufrieran mucho por esa circunstancia. Se contaba, por ejemplo, una historia, que, según todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo funcionario, un señor bueno y silencioso, había estudiado una noche y un día, sin interrupción —estos funcionarios eran más diligentes que nadie—, un asunto judicial bastante difícil, especialmente complicado debido a los datos confusos aportados por el abogado.

Por la mañana, después de un trabajo de veinticuatro horas, probablemente no muy fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció allí emboscado y arrojó por las escaleras a todos los abogados que pretendían entrar. Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que no podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y, además, tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios en su contra.

Por otra parte, como no hay día perdido en el juzgado, tenían la necesidad de entrar realmente, se pusieron de acuerdo en intentar cansar al funcionario. Una y otra vez mandaron a un abogado que volvía a ser arrojado escaleras abajo al ofrecer una resistencia meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una hora; entonces el hombre, ya viejo, debilitado por el trabajo nocturno, realmente fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer, así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara que ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a rechistar.

Pues los abogados —y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían— no pretendían introducir ni imponer ninguna mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que casi todos los acusados —y esto era lo significativo—, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera. Lo correcto era adaptarse a las circunstancias.

Aun en el supuesto de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles —aunque sólo se trataba de una superstición absurda—, lo único que habría conseguido, en el mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la atención! Había que esforzarse por comprender que ese gran organismo judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si alguien cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo bajo los pies y precipitarse, mientras que el gran organismo, para paliar esa pequeña distorsión, encontrar fácilmente un repuesto en otro lugar—todo está conectado— y permanecería así invariable o, lo que era aún más probable, todavía más cerrado, más atento, más severo, más perverso. Así que lo mejor era ceder el trabajo a los abogados en vez de molestarlos. Los reproches no servían de nada, sobre todo cuando no se podían comprender los motivos que los generaban, y no se podía negar que K, con su actitud frente al jefe de departamento, había dañado mucho su causa. A ese hombre tan influyente, que pertenecía a aquellos que pueden hacer algo por él, y a había que tacharlo de la lista. Desoía incluso las menciones más fugaces del proceso y, además, intencionadamente. En algunas cosas los funcionarios se comportaban como niños. Con frecuencia se podían ofender por pequeñeces —y la actitud de K, por desgracia, no quedaba encuadrada en esta categoría—, y entonces dejaban de hablar incluso con buenos amigos, los evitaban y los perjudicaban en todo lo que podían. Pero de pronto, sorprendentemente, sin un motivo que lo explicase, se les hacía reír con una broma, fruto de la desesperación, y se reconciliaban. El trato con ellos era al mismo tiempo difícil y fácil, no había reglas. A veces resultaba asombroso que una vida normal alcanzase para poder abarcar tanto y obtener aquí algún éxito laboral.

Había, por supuesto, horas sombrías, como las que tiene cualquiera, en las que se creía no haber conseguido nada, en las que a uno le parecía que un proceso, con buenas perspectivas desde el principio hasta el final y con un buen resultado, podría haber llegado a la misma conclusión sin trabajo alguno, mientras otros muchos se habían perdido a pesar de todo el esfuerzo, de las muchas idas y venidas, de los pequeños éxitos aparentes, sobre los que uno tanto se alegraba. Entonces todo parecía inseguro y uno no osaría negar, incluso, que procesos con buenas expectativas se habían descarrilado precisamente por la ayuda prestada. También eso era una cuestión de confianza en uno mismo, y esa confianza era lo único que quedaba. A estos ataques —sólo eran pequeños ataques, caídas de ánimo, nada más— estaban expuestos los abogados cuando, de repente, se les quitaba un proceso que habían llevado durante mucho tiempo y satisfactoriamente. Esto era lo más enojoso que le podía ocurrir a un abogado. No era el acusado el que le quitaba el proceso, eso no sucedía nunca, un acusado que había nombrado a un abogado tenía que quedarse con él ocurriera lo que ocurriese.

¿Cómo podría defenderse solo si y a había pedido ay uda? Eso no sucedía, aunque podía ocurrir alguna vez que el proceso tomase un curso que el abogado y a no pudiese seguir. Entonces al abogado se le privaba del proceso, del acusado y de todo lo demás. En esta situación ya no podía ay udar las mejores relaciones con los funcionarios, pues ni siquiera ellos sabían algo. El proceso había entrado en una fase en la que y a no se podía prestar ayuda alguna. De él se ocupaban ahora juzgados accesibles, donde el acusado no podía ser localizado por su defensor.

Un día el abogado llegaba a casa y encontraba sobre la mesa todas las anotaciones y datos reunidos con tanto esfuerzo y con tantas esperanzas. Se los habían devuelto, pues no poseían valor alguno en la nueva fase procesal, eran desperdicios. Pero tampoco había que dar por perdido el proceso, en absoluto, al menos no había ningún motivo que avalase esa suposición, lo único que ocurría es que y a no se sabría nada del proceso. Afortunadamente, estos casos eran excepcionales y, aun en el supuesto de que el proceso de K pudiera convertirse en uno de ellos, por ahora estaría muy lejos de una fase semejante.

Todavía quedaban muchas oportunidades para el trabajo del abogado y de que él las aprovecharía, de eso K podía estar seguro. El escrito, como le había mencionado, aún no había sido entregado, tampoco había prisa, mucho más importantes eran las entrevistas introductorias con los funcionarios decisivos y éstas ya se habían producido. Con distinto éxito, había que reconocerlo. Por ahora era mejor no revelar detalles, pues K podría ser influido desfavorablemente por ellos, ya fuera despertando en él demasiadas esperanzas o provocándole angustia; sí se podía decir, sin embargo, que algunos se mostraron muy favorables y dispuestos, mientras que otros se mostraron menos favorables, pero tampoco se habían negado a ay udar.

El resultado, por consiguiente, muy satisfactorio, aunque tampoco se podían sacar conclusiones, pues todas las vistas preliminares comenzaban así y sólo el posterior transcurso del proceso podía mostrar el valor de esas vistas. En todo caso, aún no había nada perdido y si fuera posible ganarse al jefe de departamento —ya había emprendido algo en ese sentido—, entonces todo era, como dirían los cirujanos, una herida limpia y se podía esperar confiado el desarrollo posterior del proceso.

 En discursos como éste el abogado era incansable. Se repetían en cada visita. Siempre había progresos, pero nunca podía comunicar de qué progresos se trataba. Se trabajaba sin cesar en el primer escrito, pero nunca se terminaba, lo que en la siguiente visita resultaba una gran ventaja, pues precisamente los últimos tiempos, lo que no se podía haber previsto, habían sido desfavorables para entregarlo. Si K algunas veces, agotado por el discurso, añadía que, teniendo en cuenta todas las dificultades, parecía que el asunto iba muy lento, se le replicaba que no iba nada lento, pero que y a habrían avanzado mucho más si K se hubiera dirigido al abogado en el momento oportuno.

Por desgracia, había descuidado esa medida y un descuido así traería más desventajas, y no sólo temporales. La única interrupción bienhechora en esas visitas era la aparición de Leni, que siempre sabía arreglárselas para traer el té al abogado en presencia de K. Luego permanecía detrás de K, aparentaba contemplar cómo el abogado se servía y sorbía inclinado el té, con una suerte de avaricia, y dejaba que K cogiese su mano en secreto. Reinaba un completo silencio. El abogado bebía, K estrechaba la mano de Leni y Leni se atrevía a veces a acariciar suavemente el cabello de K. —¿Aún estás aquí? —preguntaba el abogado, después de haber terminado de beber.

—Quería llevarme el servicio —decía Leni, se producía un último apretón de manos, el abogado se secaba la boca y comenzaba a hablar a K con nuevas energías. ¿Era consuelo o desesperación lo que quería conseguir el abogado? K no lo sabía, no obstante pronto tuvo por seguro que su defensa no estaba en buenas manos. Es posible que todo lo que el abogado contaba fuese verdad, aunque estaba claro que siempre quería permanecer en un primer plano y que muy probablemente jamás había llevado un proceso tan grande como, según su opinión, era el de K.

Lo más sospechoso, sin embargo, eran las supuestas relaciones con los funcionarios, de las que no dejaba de vanagloriarse. ¿Acaso debían ser empleados sólo en beneficio de K? El abogado jamás se olvidaba de indicar que siempre se trataba funcionarios inferiores, es decir de funcionarios en puestos muy dependientes, y cuy o ascenso podría verse influido por ciertos cambios en el proceso. ¿No podrían estar utilizando al abogado para conseguir cambios que, por supuesto, siempre serían contrarios al acusado? Probablemente no lo hicieran en todos los procesos, cierto, pero seguro que había procesos en los que podían conseguir ventajas a través del abogado, pues les interesaba mantener incólume su buen nombre.

Si era así, ¿de qué modo podrían intervenir en el proceso de K, el cual, como aclaraba el abogado, era un proceso muy difícil e importante y había llamado la atención en los tribunales desde el principio? No era muy difícil sospechar lo que harían. Se podían descubrir algunas señales de esto en el mero hecho de que ni siquiera se había entregado el primer escrito, a pesar de que el proceso ya duraba meses y según las indicaciones del abogado se encontraba en los inicios, lo que, naturalmente, era muy adecuado para adormecer al acusado y mantenerlo desamparado, hasta que, de repente, se abalanzaban sobre él con la sentencia o, al menos, con la comunicación de que la investigación, concluida en su perjuicio, se había trasladado a estancias superiores.

Era absolutamente necesario que K actuara por su propia cuenta. Precisamente en momentos de gran cansancio, como en esa mañana invernal, cuando todo pasaba inerte por su cabeza, ese convencimiento le parecía irrefutable. El desprecio que había sentido en un principio hacia el proceso había desaparecido.

 Si hubiera estado solo en el mundo, habría podido desdeñar fácilmente el proceso, aunque estaba seguro que en ese caso no habría habido proceso. Pero el tío le había llevado al abogado, había intereses familiares que contaban. Su posición no era por completo independiente del curso del proceso, él mismo había mencionado imprudentemente el asunto, con una inexplicable satisfacción, a conocidos, otros se habían enterado a través de fuentes desconocidas, la relación con la señorita Bürstner parecía vacilar conforme al curso que tomaba el proceso, en resumen, ya no tenía la elección de aceptar o rechazar el proceso, estaba metido en él de lleno y tenía que defenderse.

Si estaba cansado, peor para él. Pero por ahora no había motivo para una preocupación exagerada. Había sabido ascender en el banco, en relativamente poco tiempo, a una posición elevada, y mantenerse en ella reconocido por todos. Sólo tenía que emplear estas capacidades, que le habían posibilitado su éxito, en el proceso y no había duda de que todo saldría bien. Ante todo, si quería lograr algo, era necesario rechazar de antemano cualquier pensamiento sobre una posible culpabilidad.

No había culpa alguna. El proceso no era otra cosa que un gran negocio, como él mismo los había cerrado anteriormente con ventaja para el banco, un negocio en el cual, como era la regla, amenazaban distintos peligros, que, sin embargo, se podían evitar. Para alcanzar este objetivo, no podía perder el tiempo pensando en una posible culpa, sino aferrarse al pensamiento del beneficio propio.

Considerado desde esta perspectiva, también era inevitable privar al abogado de su defensa, aquella misma noche si fuera posible. Según lo que le había contado, sería algo inusitado e, incluso, insultante, pero K no podía tolerar que sus esfuerzos en el proceso tropezasen con impedimentos que podían provenir de su propio abogado. Una vez que hubiera prescindido del abogado, tendría que presentar el escrito de inmediato e insistir todos los días para que lo tuvieran en cuenta. Para alcanzar este objetivo no sería suficiente que K se quedara sentado como los demás en el corredor y colocara su sombrero bajo el banco.

Él mismo, las mujeres o algún mensajero tendrían que perseguir a los funcionarios para obligarlos a sentarse en la mesa, en vez de mirar a través de las rejas hacia el corredor, y así presionarlos para estudiar el escrito de K. No había que cejar en estos esfuerzos, todo tenía que ser organizado y vigilado, la justicia tenía que toparse, por fin, con un acusado que sabía hacer valer sus derechos. Aunque K tenía la esperanza de aplicar este método, la dificultad de redactar el escrito le resultaba insuperable. Hacía una semana había pensado con un sentimiento de vergüenza que en algún momento se vería obligado a redactar él mismo ese escrito, pero jamás hubiera creído que pudiera ser tan difícil. Recordó cómo una mañana, cuando estaba desbordado por el trabajo, lo dejó repentinamente todo a un lado y tomó un cuaderno e intentó bosquejar un escrito judicial para ponerlo a disposición del abogado, y cómo precisamente en ese instante se abrió la puerta del despacho contiguo y entró el subdirector riendo.

Fue muy desagradable para K, aunque, naturalmente, el subdirector no se había reído de su escrito, del que no sabía nada, sino sobre un chiste bursátil que acababa de oír, un chiste que necesitaba, para comprenderse, de un dibujo, que el subdirector, inclinado sobre la mesa de K y con su lápiz, trazó en el cuaderno destinado a la redacción del escrito. Pero K ya no conocía la vergüenza, el escrito se tenía que redactar. Si no encontraba tiempo para escribirlo en la oficina, lo tendría que hacer en su casa por las noches. Si las noches no bastaban, tendría que tomar unas vacaciones. Lo que no podía hacer era quedarse a medio camino, eso era lo más absurdo y no sólo en el mundo de los negocios, sino en todos los ámbitos.

El escrito judicial significaba un trabajo interminable. No era necesario tener un carácter miedoso para llegar a creer que era imposible terminar un escrito semejante. Y no por pereza o astucia, lo que sin duda impedía a los abogados concluir su redacción, sino porque tenía que recordar y examinar concienzudamente, toda su vida, sin tener conocimiento de la acusación y de sus posibles ampliaciones. Y, por añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera adecuado para ocupar a un anciano senil en los días vacíos de su jubilación. Pero, ahora que K necesitaba invertir toda su capacidad mental en su trabajo, ahora que cada minuto pasaba raudo —ya que se encontraba en plena promoción y representaba un serio peligro para el subdirector—, y ahora que, como un hombre joven, deseaba disfrutar las cortas tardes y las noches, precisamente ahora tenía que comenzar a redactar ese escrito. Otra vez sus pensamientos se tornaron en quejas. Casi sin advertirlo, sólo para ponerles fin, apretó el botón del timbre que se oía en el antedespacho. Mientras lo presionaba miró la hora. Eran las once, habían transcurrido dos horas; con sus reflexiones había perdido un tiempo precioso y estaba más cansado que antes. De todos modos, tampoco había perdido el tiempo del todo. Había tomado decisiones que podían ser muy valiosas. El empleado trajo además del correo dos tarjetas de visita pertenecientes a dos señores que y a esperaban a K desde hacía un tiempo. Precisamente se trataba de importantes clientes del banco a los que no se les debería haber hecho esperar en ningún caso. ¿Por qué habían venido en un momento tan poco propicio y por qué, parecían preguntarse aquellos señores detrás de la puerta cerrada, por qué empleaba el laborioso K el mejor momento para hacer negocios en asuntos particulares? Cansado por el tiempo transcurrido y cansado por lo que se le avecinaba, K se levantó para recibir al primero. Era un señor pequeño y alegre.

Lamentó haber molestado a K en un trabajo importante y K lamentó por su parte haber hecho esperar al fabricante tanto tiempo. Pero esa disculpa la expresó de un modo tan maquinal, con una acentuación tan falsa, que el fabricante, si no hubiera estado tan sumido en sus asuntos de negocios, lo habría advertido. En vez de eso, sacó a toda prisa, de todos sus bolsillos, cuartillas llenas de cifras y tablas, las extendió ante K, le aclaró algunos detalles y corrigió un pequeño error de cálculo que le había llamado la atención al supervisarlo superficialmente, luego recordó a K que hacía un año había cerrado con él un negocio similar y añadió de pasada que esta vez había otro banco que se interesaba en el proyecto. Finalmente, se calló para oír la opinión de K. Éste había seguido al principio la explicación del fabricante, también él había reconocido la importancia del negocio, pero, por desgracia, no por mucho tiempo, pronto perdió el hilo, se limitó a asentir con la cabeza a las aclaraciones del fabricante y, poco después, omitió hasta eso, dedicándose simplemente a contemplar la cabeza calva inclinada sobre el papel y a preguntarse cuándo se daría cuenta el fabricante de que todos sus esfuerzos eran inútiles. Cuando se calló, K creyó en un principio que eso sólo ocurría para darle la oportunidad de reconocer que era incapaz de escuchar nada.

Por desgracia, notó en la mirada tensa del fabricante, quien parecía estar preparado para cualquier eventualidad, que la entrevista de negocios tenía que continuar. Así que inclinó la cabeza, como si se le hubiera impartido al orden y comenzó a desplazar el lápiz por los papeles, deteniéndose en un lugar u otro y contemplando fugazmente alguna cifra. El fabricante supuso que tenía objeciones, era posible que las cifras no cuadraran, tal vez no fueran lo decisivo, en todo caso el fabricante tapó los papeles con la mano y, aproximándose más a K, comenzó a dar una idea general del negocio. —Es difícil —dijo K frunciendo los labios y reclinándose contra el brazo de su sillón, ya que los papeles, lo único inteligible, estaban tapados. Incluso miró débilmente hacia arriba cuando se abrió la puerta del despacho contiguo y apareció, algo borroso, como si estuviera detrás de un velo, el subdirector.

K ya no pudo reflexionar más, simplemente auspició el resultado, que sería satisfactorio para él. Pues el fabricante se levantó de un salto y se apresuró a saludar al subdirector. K, sin embargo, hubiese querido que se hubiera levantado diez veces más rápido, y a que temía que el subdirector pudiera desaparecer. Era un temor inútil, los señores se saludaron y se acercaron juntos a la mesa de K.

 El fabricante se quejó de que había encontrado poco interés por parte del gerente hacia el negocio y señaló a K, que, bajo la mirada del subdirector, se inclinó de nuevo sobre los papeles. Cuando ambos se apoy aron en la mesa y el fabricante intentó ganarse al subdirector, a K le pareció como si dos hombres, cuy a estatura él se imaginó exagerada, estuvieran discutiendo sobre él. Lentamente, elevando los ojos con precaución, intentó enterarse de lo que ocurría arriba, tomó al azar un papel de la mesa, lo puso en la palma de la mano y lo elevó poco a foco, mientras se levantaba, hacia los señores. Al hacerlo no pensó en nada concreto, sólo tenía la impresión de que así era como tendría que comportarse si hubiera terminado su gran escrito judicial que finalmente le aliviaría de toda carga.

El subdirector, que prestaba gran atención al fabricante, miró fugazmente el papel, pero no lo ley ó, pues lo que era importante para el gerente no lo era para él, se limitó a cogerlo de la mano de K y dijo: —Gracias, y a lo sé —y lo volvió a colocar tranquilamente en la mesa. K lo miró de soslay o con amargura. El subdirector, sin embargo, no lo notó o, en el caso de haberlo notado, le produjo un efecto positivo, pues rió con frecuencia, confundió al fabricante con una réplica aguda, le sacó de la confusión haciéndose a sí mismo un reproche y, finalmente, le invitó a ir a su despacho para terminar allí el asunto.

—Es un negocio muy importante —le dijo al fabricante—, y a lo veo. Y al señor gerente —y al hacer esta indicación siguió hablando sólo con el fabricante — le gustará con toda certeza que le privemos de él. El asunto reclama una reflexión cuidadosa. El gerente parece hoy, sin embargo, sobrecargado de trabajo, aún espera gente desde hace horas en el antedespacho. K tuvo la suficiente serenidad para apartar la mirada del subdirector y dirigirle una sonrisa amable pero rígida al fabricante, aparte de eso no emprendió nada, se apoyó con las dos manos en el escritorio, como un dependiente de comercio detrás del mostrador, y contempló cómo ambos señores recogían, mientras conversaban, todos los papeles de la mesa y desaparecían en el despacho del subdirector. Antes de salir, el fabricante se volvió y le dijo que no se despedía, que informaría naturalmente al gerente sobre el éxito de la entrevista y que aún tenía que comunicarle algo.

Al fin estaba solo. No pensó en recibir al resto de los clientes. Era agradable pensar que la gente del antedespacho creería que aún estaba hablando con el fabricante, así no entraría nadie, ni siquiera el ordenanza. Fue hacia la ventana, se sentó en el antepecho, asió el picaporte con la mano y contempló la plaza. Aún caía la nieve, no había aclarado.

 Así permaneció mucho tiempo sin saber lo que realmente le preocupaba, sólo de vez en cuando miraba asustado por encima del hombro hacia la puerta del antedespacho, donde creía haber oído erróneamente un ruido. Pero como nadie venía, se fue tranquilizando. A continuación, entró en el lavabo, se lavó con agua fría y volvió a la ventana con la cabeza más despejada. La decisión de asumir su propia defensa le parecía ahora más ardua de lo previsto.

Desde que había traspasado la defensa al abogado, el proceso le había afectado poco, lo había observado desde la lejanía y, aunque apenas se había logrado nada, había podido comprobar, siempre que había querido, cómo estaba el asunto, retirándose cuando lo creía oportuno. No obstante, si asumía su propia defensa, tendría que dedicarse plenamente al proceso, el éxito supondría una completa y definitiva liberación, pero para alcanzarla tendría que exponerse a peligros may ores. Si quedaba alguna duda, la visita del subdirector y del fabricante se la había aclarado.

¡Cómo se había quedado sentado completamente sumido en su decisión de defenderse a sí mismo! ¿Hasta dónde podría llegar? ¡Qué días le esperaban! ¿Lograría encontrar el camino que lleva a un buen fin? ¿Acaso no significaba una defensa cuidadosa —y cualquier otra cosa era absurda— la necesidad de aislarse al mismo tiempo de todo lo demás?, ¿podría superarlo con éxito? ¿Y cómo podría llevarlo a cabo en el banco? No se trataba sólo del escrito, para lo que quizá hubieran bastado unas cortas vacaciones, aunque solicitar ahora unas vacaciones supondría una empresa arriesgada, se trataba de todo el proceso, cuy a duración era imposible de prever. ¡Qué impedimento había sido arrojado repentinamente en la carrera de K! ¿Y ahora tenía que trabajar para el banco? Miró hacia el escritorio. ¿Ahora tendría que dejar pasar a los clientes para entrevistarse con ellos? ¿Tenía que preocuparse por los negocios del banco mientras su proceso seguía su curso, mientras arriba, en la buhardilla, los funcionarios judiciales se sentaban ante los escritos de su proceso?

Comentarios