EL LLANO EN LLAMAS DE JUAN RULFO. EDIC HONDUREÑA.2024. POR OSCAR SIERRA PANDOLFI & MELVIN SALGADO

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El llano en llamas


JUAN RULFO

Juan Rulfo

DATOS BIOGRAFICOS


—Pocas obras como la breve y fulgurante del mexicano Juan Rulfo (Jalisco,1938 — Ciudad de México, 1986) convocan tanta admiración y universal estima. Desde la del feliz e insobornable Jorge Luis Borges —que lo incluyó en su “Biblioteca Personal” y escribió sobre su obra y persona con luminosa certeza— hasta la de los millones de lectores anónimos que en América y en el mundo reconocen en su literatura una contraseña para adentrarse en la historia profunda de ese mundo —el rural— cuya agonía y extinción es tal vez uno de los signos más ominosos de nuestro tiempo. Pocos, pero innumerables como el polvo, los personajes de Juan Rulfo se pasean por la tierra buscando en vano suelo firme, ya sea porque éste se les hace aire en la caída y la sentencia o porque ellos mismos han sido heridos de muerte por la historia y ahora se disipan ante nuestros ojos como sombras. Quedan, con todo, invictas, sus voces; resuenan con el eco perdurable de su callada música y, de lector en lector, de lengua en lengua, dejan esa huella distintiva de la gran literatura. Entrelineado en el silencio de esas voces, en cortante filigrana, se revela un paisaje que no es —advierte Octavio Paz— la descripción de lo que ven nuestros ojos sino la revelación de lo que está detrás de las apariencias visuales. Un paisaje nunca está referido a sí mismo sino a otra cosa, aun un más allá. Es una metafísica, una religión, una idea del hombre y del cosmos. (...) Rulfo es el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen —no una descripción— de nuestro paisaje” Es el paisaje casi siempre árido, hecho de tierra y aire, de El llano en llamas (1950), título de su primer libro de cuentos publicados cuando d autor ya casi contaba cuarenta años. Obra, pues, de un autor maduro y que aparece desde un principio armado y dueño de todos sus recursos en un volumen de cuentos que son cada uno obra maestra y que a su modo sobrio y sabio concentran y revolucionan, el complejo proceso de la narrativa de la revolución mexicana y de la literatura realista hasta entonces escrita en España y América Hispana. Ese proceso de síntesis y renovación culmina en Pedro Páramo (1953), “una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica y aun de la literatura universal”, al decir del ya citado Borges. Concisa y deslumbrante, esta novela despliega y pone en obra con aérea y exacta sencillez, una sabiduría literaria y humana que hace de ella no sólo una inolvidable novela sobre el olvido y una obra maestra del arte narrativo, sino uno de los símbolos en que mejor se reconoce la geografía interior de América Latina, la historia indecible de su extinción rural.


CRITICA SOBRE EL LLLANO EN LLAMA


Héctor Abad Faciolince (escritor colombiano), en un ensayo recientemente publicado a propósito del centenario de Rulfo, “Cuando no hay un punto de apoyo en la realidad para explicar el horror de lo real, no queda otro camino que recostarse en “los hábitos de la imaginación”, es decir, en la fantasía”. Allí, justo en ese no-lugar, en lo irreal, en lo efímero, es donde el llano sigue en llamas, donde México sigue siendo México.


"Es en muchos sentidos un libro mestizo. Un libro de cuentos que parece un enorme poema. Un testimonio cruento que parece un sueño. Un puñado de vidas que parecen paisajes y paisajes que gritan, lloran y susurran. Nadie ha escrito después o antes así.

Juan Villoro (Escritor mexicano)


El llano en llamas, de Juan Rulfo, tienen la certeza poética de ser narraciones que subjetivan la vivencia del campesino dentro de un abalorio y fuera de las posibilidades idiosincráticas de personajes empujados a la tragedia y que el tono poético, inyecta ciertas dotes de ternura en sus caracteres a pesar de sus fracasos,  venturas, andanzas, como ser: Cleto Morones, o Luvina, actantes que se vuelcan en una trama que discurre en lo absurdo y en el humor, en rictus, nos han dado la tierra, o diles que no me maten, refleja la México, de principios del siglo XX, en tiempos de las consignas cristeras, y de los avatares políticos que Rulfo, con una destreza técnica, emerge al lenguaje campesino en un estrato literario de alto nivel estético.

Oscar Sierra Pandolfi  (Escritor centroamericano).


'El llano en llamas' del escritor mexicano Juan Rulfo


Los rayos del sol se escapan tímidamente entre las grietas de la tierra seca y árida del llano. Los hilos de luz, como delicados dedos de una diosa celestial, acarician la superficie del suelo, revelando las cicatrices de un lugar que ha sido castigado por el tiempo y la vida dura. Es aquí, en este lugar olvidado por los dioses y la humanidad, donde Juan Rulfo nos sumerge en su obra maestra: El llano en llamas.

Como el viento que susurra entre las hojas de los árboles, las palabras de Rulfo nos envuelven en una realidad cruda y despiadada. Una realidad donde la muerte es una compañera constante y la esperanza es un espejismo lejano. En cada relato, nos adentramos en la vida de personajes marcados por el peso de sus tragedias y una desesperación palpable que los consume hasta la última gota.A través de su magistral uso del lenguaje metafórico, Rulfo nos hace sentir el dolor agudo de la pérdida en: 'Nos han dado la tierra'; nos muestra el poder de la venganza en '¡Diles que no me maten!'; y nos sumerge en la compleja relación entre madre e hijo en 'Luvina'. Cada historia es como un retrato en blanco y negro en el que la crudeza y la belleza se entrelazan de manera indistinguible.Pero más allá de las desgarradoras historias individuales, El llano en llamas es una oda a la humanidad y su capacidad de resistir incluso en las circunstancias más difíciles. Rulfo nos habla de la resistencia de la naturaleza en 'El hombre'; de la probabilidad de un futuro mejor en 'Paso del Norte'; y de la infinita lealtad en '¡Diles que no me maten!'.

A lo largo del libro, el llano mismo se convierte en un personaje más. Rulfo nos describe sus vastas extensiones, sus tormentas feroces y sus silencios eternos con una maestría única. El llano es más que un escenario simple, es una fuerza imponente que moldea a los personajes y los envuelve en su manto de desolación.En resumen, El llano en llamas es una obra monumental que nos transporta a un lugar oscuro y desolado, pero que a su vez, nos muestra la humanidad en su forma más pura y vulnerable. Con su prosa poética y sus descripciones vívidas, Juan Rulfo nos deja una huella imborrable en el alma y nos invita a reflexionar sobre la vida y la muerte en su forma más cruda y hermosa.

Melvin Salgado

Poeta y escritor hondureño


MUESTRA DE CUENTOS DEL LLANO EN  LLAMAS DE JUAN RULFO.

EDICION HONDUREÑA

Luvina

De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.

…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo tuvieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

–Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye a mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.

Hasta ellos llegaban el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines; el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.

Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.

–¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! –volvió a decir el hombre. Después añadió:

–Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto… Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: «¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.»

Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:

–Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas: Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.

«…Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llaman “pasojos de agua”, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas, que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.»

Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:

–Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.

«…Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.

«Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.»

Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.

El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:

–Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien.

Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso… Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagaran la cabeza con aceite alcanforado… Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar ni siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:

»–Yo me vuelvo –nos dijo.

»–Espera, ¿no vas a dejar sestear tus animales? Están muy aporreados.

»¡–Aquí se fregarían más –nos dijo–. Mejor me vuelvo.

»Y se fue, dejándose caer por la cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.

«Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en los brazos. En medio de aquel lugar donde sólo se oía el viento… »Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.

«Entonces yo le pregunté a mi mujer:

»–¿En qué país estamos, Agripina?

»Y ella se alzó de hombros.

»–Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos –le dije.

«Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.

»Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.

»–¿Qué haces aquí, Agripina?

»–Entré a rezar –nos dijo.

»–¿Para qué? –le pregunté yo.

»Y ella se alzó de hombros.

«Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como por un cedazo.

»–¿Dónde está la fonda?

»–No hay ninguna fonda.

»–¿Y el mesón?

»–No hay ningún mesón.

»–¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? –le pregunté.

»–Sí, allí enfrente… Unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de sus ojos… Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.

»–¿Por qué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.

»–Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.

»–¿Qué país es éste, Agripina?

»Y ella volvió a alzarse de hombros.

«Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar por encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir por los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis; unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.

»Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.

«Poco antes del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso… Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:

»–¿Qué es? –me dijo.

»–¿Qué es qué? –le pregunté.

»–Eso, el ruido ese.

»–Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.

»Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.

»–¿Qué quieren? –les pregunté–. ¿Qué buscan a estas horas?

»Una de ellas respondió:

»–Vamos por agua.

»Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.

»No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.

»…¿No cree usted que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.»

–Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.

»Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si se viviera siempre en la eternidad. Eso hacen allí los viejos.

»Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.

«Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que le hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y uno como gruñido cuando se van… Dejan el costal del bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos sino al año siguiente, y a veces nunca… Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley… «Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.

»Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. “¡Vámonos de aquí! –les dije–. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.”

«Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.

»–¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobierno?

«Les dije que sí.

»–También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno.

«Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.

»Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de sus muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De hay en más no saben si existen.

»–Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad –me dijeron–. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.

»Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva para engañar el hambre. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.

»–¿No oyen ese viento? –les acabé por decir–. Él acabará con ustedes.

»–Dura lo que debe durar. Es el mandato de Dios –me contestaron–. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.

»Ya no les volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.

»…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: "Usted va a ir a San Juan Luvina."

»En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plasta encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo… »San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo… »¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye, Camilo, mándanos ahora unos mezcales!

»Pues sí, como le estaba yo diciendo…»

Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.

Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.

El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

La noche que lo dejaron solo

—¿Por qué van tan despacio? —les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante—. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?

—Llegaremos mañana amaneciendo —le contestaron.

Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después, al día siguiente.

Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la noche.

“Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán.” También habían dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.

Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda, donde llevaba terciados los rifles.

Mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía balanceando su cabeza dormida.

Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.

Oyó cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: “De la Magdalena para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y ésta es la tercera. No serían muchas —pensó—, si al menos hubiéramos dormido de día”. Pero ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos —dijeron—. Y eso sería lo peor.

—¿Lo peor para quién?

Ahora el sueño le hacía hablar. “Les dije que esperaran: vamos dejando este día para descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si tenemos que correr. Puede darse el caso.”

Se detuvo con los ojos cerrados. “Es mucho —dijo—. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena”. En seguida gritó: “¿Dónde andan?”

Y casi en secreto: “Váyanse, pues. ¡Váyanse!”

Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en agua fría. Ésta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del gabán: “Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas.”

Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el cuerpo.

Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.

Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras.

“Está oscureciendo”, pensó. Y se volvió a dormir.

Se levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.

Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: “Buenos días”, le dijeron. Pero él no contestó.

Se acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más resguardado. Se lo habían dicho.

Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas terregosas.

Le parecía oír a los arrieros que decían: “Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae muchas armas.”

Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.

Había que “encumbrar, rodear la meseta y luego bajar”. Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.

Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.

“Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente”, pensó.

Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.

“Obre Dios”, decía. Y rodaba cada vez más en su carrera.

Le parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: “¡Buenos días!” Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: “Lo vimos en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí.”

De pronto se quedó quieto.

“¡Cristo!”, dijo. Y ya iba a gritar: “¡Viva Cristo Rey!”, pero se contuvo. Sacó la pistola de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.

Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.

No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en el estómago.

Arriba de él, oyó que alguien decía:

—¿Qué esperan para descolgar a ésos?

—Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres. Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes.

—¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido.

—No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos.

Lo bueno sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.

—Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por aquel rumbo.

Feliciano Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos.

Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.

Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.

Publicado originalmente en: El llano en llamas (1953)

Paso del Norte

Me voy lejos, padre, por eso vengo a darle el aviso. —¿Y pa onde te vas, si se puede saber? —Me voy pal Norte. —¿Y allá pos pa qué? ¿No tienes aquí tu negocio? ¿No estás metido en la merca de puercos? —Estaba. Ora ya no. No deja. La semana pasada no conseguimos pa comer y en la antepasada comimos puros quelites. Hay hambre, padre; usté ni se las huele porque vive bien. —¿Qué estás ahi diciendo? —Pos que hay hambre. Usté no lo siente. Usté vende sus cuetes y sus saltapericos y la pólvora y con eso la va pasando. Mientras haiga funciones, le lloverá el dinero; pero uno no, padre. Ya naide cría puercos en este tiempo. Y si los cría pos se los come. Y si los vende, los vende caros. Y no hay dinero pa mercarlos, demás de esto. Se acabó el negocio, padre. —Y ¿qué diablos vas a hacer al Norte? —Pos a ganar dinero. Ya ve usté, el Carmelo volvió rico, trajo hasta un gramófono y cobra la música a cinco centavos. De a parejo, desde un danzón hasta la Anderson ésa que canta canciones tristes; de a todo por igual, y gana su buen dinerito y hasta hacen cola para oír. Así que usté ve; no hay más que ir y volver. Por eso me voy. —¿Y ónde vas a guardar a tu mujer con los muchachos? —Pos por eso vengo a darle el aviso, pa que usté se encargue de ellos. —¿Y quién crees que soy yo, tu pilmama? Si te vas, por ahi que Dios se las ajuarié con ellos. Yo ya no estoy pa criar muchachos, con haberte criado a ti y a tu hermana, que en paz descanse, con eso tuve de sobra. De hoy en adelante no quiero tener compromisos. Y como dice el dicho: “Si la campana no repica es porque no tiene badajo.” —No le hallo qué decir, padre, hasta lo desconozco. ¿Qué me gané con que usté me criara?, puros trabajos. Nomás me trajo al mundo al averíguatelas como puedas. Ni siquiera me enseñó el oficio de cuetero, como pa que no le fuera a hacer a usté la competencia. Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una mano adelante y otra atrás. Mire usté, éste es el resultado: nos estamos muriendo de hambre. La nuera y los nietos y éste su hijo, como quien dice toda su descendencia, estaremos ya por parar las patas y caernos bien muertos. Y el coraje que da es que es de hambre. ¿Usté cree que eso es legal y justo? —Y a mí qué diablos me va o me viene. ¿Pa qué te casaste? Te fuiste de la casa y ni siquiera me pediste el permiso. —Eso lo hice porque a usté nunca le pareció buena la Tránsito. Me la malcrió siempre que se la truje y, recuérdeselo, ni siquiera voltió a verla la primera vez que vino: “Mire, papá, ésta es la muchachita con la que me voy a coyuntar.” Usté se soltó hablando en verso y que dizque la conocía de íntimo, como si fuera una mujer de la calle. Y dijo una bola de cosas que ni yo se las entendí. Por eso ni se la volví a traer. Así que por eso no me debe usté guardar rencor. Ora sólo quiero que me la cuide, porque me voy en serio. Aquí no hay ni qué hacer, ni de qué modo buscarle. —Ésos son rumores. Trabajando se come y comiendo se vive. Apréndete mi sabiduría. Yo estoy viejo y ni me quejo. De muchacho ya ni se diga; tenía hasta pa conseguir mujeres de a rato. El trabajo da pa todo y contimás pa las urgencias del cuerpo. Lo que pasa es que eres tonto. Y no me digas que eso yo te lo enseñé. —Pero usté me nació. Y usté tenía que haberme encaminado, no nomás soltarme como caballo entre milpas. —Ya estabas bien largo cuando te fuiste. ¿O a poco querías que te mantuviera siempre? Sólo las lagartijas buscan la misma covacha hasta cuando mueren. Di que te fue bien y que conociste mujer y que tuviste hijos, otros ni siquiera eso han tenido en su vida, han pasado como las aguas de los ríos, sin comerse ni beberse. —Ni siquiera me enseñó usted a hacer versos, ya que los sabía. Aunque sea con eso hubiera ganado algo divirtiendo a la gente como usté hace. Y el día que se lo pedí me dijo: “Anda a mercar güevos, eso deja más.” Y en un principio me volví güevero y aluego gallinero y después merqué puercos y, hasta eso, no me iba mal, si se puede decir. Pero el dinero se acaba; vienen los hijos y se lo sorben como agua y no queda nada después pal negocio y naide quiere fiar. Ya le digo, la semana pasada comimos quelites, y ésta, pos ni eso. Por eso me voy. Y me voy entristecido, padre, aunque usté no lo quiera creer, porque yo quiero a mis muchachos, no como usté que nomás los crió y los corrió. —Apréndete esto, hijo: en el nidal nuevo, hay que dejar un güevo. Cuando aletié la vejez aprenderás a vivir, sabrás que los hijos se te van, que no te agradecen nada; que se comen hasta tu recuerdo. —Eso es puro verso. —Lo será, pero es la verdá. —Yo de usté no me he olvidado, como usté ve. —Me vienes a buscar en la necesidá. Si estuvieras tranquilo te olvidarías de mí. Desde que tu madre murió me sentí solo; cuando murió tu hermana, más solo; cuando tú te fuiste vi que estaba solo pa siempre. Ora vienes y me quieres remover el sentimiento; pero no sabes que es más dificultoso resucitar un muerto que dar la vida de nuevo. Aprende algo. Andar por los caminos enseña mucho. Restriégate con tu propio estropajo, eso es lo que has de hacer. —¿Entonces no me los cuidará? —Ahi déjalos, nadie se muere de hambre. —Dígame si me guarda el encargo, no quiero irme sin estar seguro. —¿Cuántos son? D —P —Pos nomás tres niños y dos niñas y la nuera que está rejoven. —Rejodida, dirás. —Yo fui su primer marido. Era nueva. Es buena. Quiérala, padre. —¿Y cuándo volverás? —Pronto, padre. Nomás arrejunto el dinero y me regreso. Le pagaré el doble lo que usté haga por ellos. Deles de comer, es todo lo que le encomiendo. De los ranchos bajaba la gente a los pueblos; la gente de los pueblos se iba a las ciudades. En las ciudades la gente se perdía; se disolvía entre la gente. “¿No sabe ónde me darán trabajo?” “Sí, vete a Ciudá Juárez. Yo te paso por doscientos pesos. Busca a fulano de tal y dile que yo te mando. Nomás no se lo digas a nadie.” “Está bien, señor, mañana se los traigo.” —Señor, aquí le traigo los doscientos pesos. —Está bien. Te voy a dar un papelito pa nuestro amigo de Ciudá Juárez. No lo pierdas. Él te pasará la frontera y de ventaja llevas hasta la contrata. Aquí va el domicilio y el teléfono pa que lo localices más pronto. No, no vas a ir a Texas. ¿Has oído hablar de Oregón? Bien, dile a él que quieres ir a Oregón. A cosechar manzanas, eso es, nada de algodonales. Se ve que tú eres un hombre listo. Allá te presentas con Fernández. ¿No lo conoces? Bueno, preguntas por él. Y si no quieres cosechar manzanas, te pones a pegar durmientes. Eso deja más y es más durable. Volverás con muchos dólares. No pierdas la tarjeta. Madre, nos mataron. —¿A quiénes? —A nosotros. Al pasar el río. Nos zumbaron las balas hasta que nos mataron a todos. —¿En dónde? —Allá, en el Paso del Norte, mientras nos encandilaban las linternas, cuando íbamos cruzando el río. —¿Y por qué? —Pos no lo supe, padre. ¿Se acuerda de Estanislado? Él fue el que me encampanó pa irnos pa allá. Me dijo cómo estaba el teje y maneje del asunto y nos fuimos primero a México y de allí al Paso. Y estábamos pasando el río cuando nos fusilaron los máuseres. Me devolví porque él me dijo: “Sácame de aquí, paisano, no me dejes.” Y entonces estaba ya panza arriba, con el cuerpo todo agujereado, sin músculos. Lo arrastré como pude, a tirones, haciéndome a un lado de las linternas que nos alumbraban buscándonos. Le dije: “Estás vivo”, y él me contestó: “Sácame de aquí, paisano.” Y luego me dijo: “Me dieron.” Yo tenía un brazo quebrado por un golpe de bala y el güeso se había ido de allí donde se salta el codo. Por eso lo agarré con la mano buena y le dije: “Agárrate fuerte de aquí.” Y se me murió en la orilla, frente a las luces de un lugar que le dicen la Ojinaga, ya de este lado, entre los tules que siguieron peinando el río como si nada hubiera pasado. »Lo subí a la orilla y le hablé: “¿Todavía estás vivo?” Y él no me respondió. Estuve haciendo la lucha por revivir al Estanislado hasta que me amaneció; le di friegas y le soplé los pulmones para que resollara, pero ni pío volvió a decir. »El de la migración se me arrimó por la tarde. »—Ey, tú, ¿qué haces aquí? »—Pos estoy cuidando este muertito. »—¿Tú lo mataste? »—No, mi sargento —le dije. »—Yo no soy ningún sargento. ¿Entonces quién? »Como lo vi uniformado y con las aguilitas esas, me lo figuré del ejército, y traía tamaño pistolón que ni lo dudé. »Me siguió preguntando: “¿Entonces quién, eh?” Y así estuvo dale y dale hasta que me zarandió de los cabellos y yo ni metí las manos, por eso del codo dañado que ni defenderme pude. »Le dije: »—No me pegue, que estoy manco. »Y hasta entonces le paró a los golpes. »—¿Qué pasó?, dime —me dijo. »—Pos nos clarearon anoche, íbamos regustosos, chifle y chifle del gusto de que ya íbamos pal otro lado cuando merito en medio del agua se soltó la balacera. Y ni quien se la quitara. Éste y yo fuimos los únicos que logramos salir y a medias, porque mire, él ya hasta aflojó el cuerpo. »—¿Y quiénes fueron los que los balacearon? »—Pos ni siquiera los vimos. Sólo nos aluzaron con sus linternas, y pácatelas y pácatelas, oímos los riflonazos, hasta que yo sentí que se volteaba el codo y oí a éste que me decía: “Sácame del agua, paisano.” Aunque de nada nos hubiera servido haberlos visto. »—Entonces han de haber sido los apaches. »—¿Cuáles apaches? »—Pos unos que así les dicen y que viven del otro lado. »—¿Pos que no están las Tejas del otro lado? »—Sí, pero está llena de apaches, como no tienes una idea. Les voy a hablar a Ojinaga pa que recojan a tu amigo y tú prevente pa que regreses a tu tierra. ¿De dónde eres? No te debías de haber salido de allá. ¿Tienes dinero? »—Le quité al muerto este tantito. A ver si me ajusta. »—Tengo ahí una partida pa los repatriados. Te daré lo del pasaje; pero si te vuelvo a devisar por aquí, te dejo a que revientes. No me gusta ver una cara dos veces. ¡Ándale, vete! »Y yo me vine y aquí estoy, padre, pa contárselo a usté.» —Eso te ganaste por creído y por tarugo. Y ya verás cuando te asomes por tu casa, ya verás la ganancia que sacaste con irte. —¿Pasó algo malo? ¿Se me murió algún chamaco? —Se te fue la Tránsito con un arriero. Dizque era rebuena, ¿verdá? Tus muchachos están acá atrás dormidos. Y tú vete buscando onde pasar la noche, porque tu casa la vendí pa pagarme lo de los gastos. Y todavía me sales debiendo treinta pesos del valor de las escrituras. —Está bien padre, no me le voy a poner renegado. Quizá mañana encuentre por aquí algún trabajito pa pagarle todo lo que le debo. ¿Por qué rumbo dice usté que arrendó el arriero con la Tránsito? —Pos por ahi. No me fijé. —Entonces orita vengo, voy por ella. —¿Y por onde vas? —Pos por ahi, padre, por onde usté dice que se fue




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