CUERPOS FRACTALES DE MELVIN SALGADO. UNA NUEVA FORMA DE ESCRIBIR CUENTOS.

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Simetría rota: el caso de Aquiles


Aquiles, había sido concebido de forma única, con un clivaje que dividía su torso en dos: una sección vigorosa, ricamente provista de músculos y la otra: inerte y carente de cualquier fibra. Sus extremidades, tanto superiores como inferiores, seguían el mismo patrón: mientras que su lado diestro ostentaba carne viva que engalana sus miembros, su lado siniestro adoptaba la forma de huesos desnudos. A pesar de esta notable fisura entre ambas partes, a través de los insumisos orbes de Aquiles, la simetría se ha roto: un zafiro y un ónix, como si fueran las luces del crepúsculo y la medianoche destella dentro de una única envoltura corporal.


Conforme el tiempo pasaba, la separación entre ambas mitades se tornaba más profunda. La mitad derecha continuaba en aumento, discretamente, semana tras semana, como si nada ocurriera, vistiendo su carnalidad de forma uniforme. Entre tanto, su parte izquierda se marchitaba y degeneraba. Su excentricidad era recurrente objeto de burla e incomprensión, incluso de alienación.


Aquiles presentaba una singularidad aún más asombrosa. En la parte superior derecha del cráneo, su melena florecía y ondeaba con la brisa, exhibiendo un tono de ébano intachable que pronto habría de perder su intensidad. En cambio, en la parte izquierda, su cabellera jamás había crecido, conforma una estructura ósea de belleza lacerante. Además, calzaba membranas interdigitales, semejantes a las patas de un lacertiliano.


En verdad, Aquiles había sabido forjarse un lugar en el mundo. Se había transformado en más que una monstruosidad: era el mensajero de todos aquellos que no encontraban su sitio en la normalidad, el portador de una peculiaridad fascinante que rendía visita a los más desprotegidos de la humanidad y su libertad. Aquiles vivía en estado óptimo de su personificación, su propio universo se bifurca con la misma vitalidad con la que su corporalidad había sido gestada en dos mundos distintos.

El enigma del fenotipo


El sujeto, un varón de fenotipo caucásico con melanocitos hiperactivos - lo que se traducía en una tonalidad cutánea reminiscente del sol al mediodía - presentaba una morfología de altura superior a la media y una abundante cabellera, ondulada, de pigmentación rubia. A pesar de la apariencia de la capa externa, la exploración del ser interior revelaba una incongruencia profunda: una disociación de la personalidad, un trastorno de la identidad, una aberración neurológica que se expresaba en la irrupción repentina de un alter ego.

Antony, como se lo conocía en su estado basal, presentaba una expresión facial de armonía y aparente satisfacción. Sin embargo, la observación meticulosa de su iris, que reflejaba la profundidad de su alma, revelaba una melancolía ancestral, como una silenciosa melodía en un órgano de la catedral. Esta incongruencia entre la fachada y la realidad profunda de su ser era un enigma clínico que desconcertaba a los especialistas.

La transformación hacia Miguel, el otro fenotipo de su personalidad, era abrupta, como una reacción química incontrolable. Su discurso se liberaba de las ataduras neuronales, desemboca en una cascada verbal sin restricciones, similar a la liberación de neurotransmisores en una sinapsis. Era como si Miguel, con su energía volcánica, fuera un huésped parasitario que buscaba la liberación a través del cuerpo que compartía con Antony.

Los expertos, en su afán de descifrar la etiología de tal condición, se enfrentaban a la complejidad del sistema nervioso central y la intrincada red de conexiones neuronales. ¿Era Antony la realidad primigenia, o Miguel, el intruso? La pregunta se convertía en un laberinto sin salida, un dilema existencial sin una respuesta definitiva.

En un momento de introspección, Antony descubrió una urna de ceniza, un hallazgo que lo conmocionó. Era como una epifanía, una iluminación repentina que revelaba la verdad. Las cenizas no eran un simple residuo del pasado; eran el testimonio de un proceso de combustión interior, un acto de transformación, una simbiosis entre las dos personalidades. En ese instante, la disociación, la condición que lo había atormentado, se transformó en un puente hacia la comprensión.

La visión de las cenizas estimuló la auto-reflexión de Antony, una auto-exploración que lo condujo a un estado de aceptación. La disociación, en lugar de ser un enemigo, se convirtió en algo que le permitió comprender el significado de la vida, una unidad de dos dimensiones, dos realidades, dos caminos que confluyen en un solo destino.

Las cenizas, la urna, la disociación: todos elementos de un enigma ahora resuelto. La dualidad de su ser, la inquietante condición que lo había acompañado durante toda su vida, en lugar de ser un signo de enfermedad, se convertía en una expresión de la compleja y única naturaleza del ser humano.


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