CÓMO SE HACE UNA NOVELA
MIGUEL DE UNAMUNO
CÓMO SE HACE UNA NOVELA
MIGUEL DE UNAMUNO ©
PUBLICADO: 1927
FUENTE: BNE BIBLIOTECA DIGITAL HISPÁNICA
Nihi quaestio factus sum.
A. Augustini, Confessiones (lib. 10, c. 33, n. 50)
CÓMO SE HACE UNA NOVELA
Héteme aquí ante estas blancas páginas -¡blancas como el negro por- venir: terrible blancura!- buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy, eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e in- mortalidad, no sean una sola y misma cosa. Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante. Trato a la vez, de consolarme de mi destierro, del destierro de mi eternidad, de este destierro al que quiero llamar descielo.
¡El destierro!, la proscripción!, ¡y qué de experiencias íntimas, hasta religiosas, le debo! Fue entonces, allí, en aquella isla de Fuerteventura a la que querré eternamente y desde el fondo de mis entrañas, en aquel asilo de Dios, y después aquí, en París, henchido y desbordante de historia humana, universal, donde he escrito mis sonetos, que alguien ha comparado, por el origen y la intención, a los Castigos escritos contra la tiranía de Napoleón el Pequeño por Víctor Hugo en su isla de Guernesey. Pero no me bastan, no estoy en ellos con todo mi yo del destierro, me parecen demasiado poca cosa para eternizarme en el presente fugitivo, en este espantoso presente histórico ya que la historia es la posibilidad de los espantos.
Recibo a poca gente; paso la mayor parte de mis mañanas solo, en esta jaula cercana a la Plaza de los Estados Unidos. Después del almuerzo me voy a la Rotonda de Montparnasse, esquina del bulevar Raspad, donde ten- emos una pequeña reunión de españoles, jóvenes estudiantes la mayoría y comentamos las raras noticias que nos llegan de España, de la nuestra y de la de los otros, y recomenzamos cada día a repetir las mismas cosas, levantando, como aquí se dice, castillos en España. A esa Rotonda se le sigue llamando acá por algunos la de Trotski pues parece que allí acudía, cuando desterrado en París, ese caudillo ruso bolchevique.
¡Qué horrible vivir en la expectativa, imaginando cada día lo que puede ocurrir al siguiente! ¡Y lo que puede no ocurrir! Me paso horas enteras, solo, tendido sobre el lecho solitario de mi pequeño hotel -family house- contemplando el techo de mi cuarto y no el cielo y soñando en el porvenir de España y en el mío. O deshaciéndolos. Y no me atrevo a emprender trabajo alguno por no saber si podré acabarlo en paz. Como no sé si este destierro durará todavía tres días, tres semanas, tres meses o tres años -iba a añadir tres siglos- no emprendo nada que pueda durar. Y sin embargo nada dura más que lo que se hace en el momento y para el momento. ¿He de repetir mi expresión favorita la eternización de la momentaneidad?
Mi gusto innato -¡y tan español!- de las antítesis y del conceptismo me arrastraría a hablar de la momentanización de la eternidad. ¡Clavar la rueda del tiempo!
[Hace ya dos años y cerca de medio más que escribí en París estas líneas y hoy las repaso aquí, en Hendaya, a la vista de mi España. ¡Dos años y medio más! Cuando cuitados españoles que vienen a verme me preguntan refiriéndose a la tiranía: «¿Cuánto durará esto?», les respondo: «¡lo que ustedes quieran!». Y si me dicen: «¡esto va a durar todavía mucho, por las trazas!», yo: «¿cuánto?, ¿cinco años más, veinte?, supongamos que veinte; tengo sesenta y tres, con veinte más, ochenta y tres; pienso vivir noventa; por mucho que dure ¡yo duraré más!». Y en tanto a la vista tantálica de mi España vasca, viendo salir y ponerse el sol por las montañas de mi tierra.
Sale por ahí, ahora un poco a la izquierda de la Peña de Aya, las Tres Coronas y desde aquí, desde mi cuarto, contemplo en la falda sombrosa de esa montaña la cola de caballo, la cascada de Uramildea. ¡Con que ansía lleno a la distancia mi vista con la frescura de ese torrente! En cuanto pueda volver a España iré, Tántalo libertado, a chapuzarme en esas aguas de consuelo.
Y veo ponerse el sol, ahora a principios de junio, sobre la estribación del Jaizquibel, encima del fuerte de Guadalupe donde estuvo preso el pobre general don Dámaso Berenguer, el de las incertidumbres. Y al pie del Jaizquibel me tienta a diario la ciudad de Fuenterrabía -oleografía en la tapa de España- con las ruinas cubiertas de yedra, del castillo del emperador Carlos I, el hijo de la Loca de Castilla y del Hermoso de Borgoña, el primer Habsburgo de España, con quien nos entró -fue la Contra Reforma- la tragedia en que aún vivimos. ¡Pobre príncipe don Juan, el exfuturo don Juan III,con quien se extinguió la posibilidad de una dinastía española, castiza de verdad!
¡La campana de Fuenterrabía! Cuando la oigo se me remejen las entrañas. Y así, como en Fuerteventura y en París me di a hacer sonetos aquí, en Hendaya, me ha dado sobre todo, por hacer romances. Y uno de ellos a la campana de Fuenterrabía, a Fuenterrabía misma campana, que dice: Si no has de volverme a España, Dios de la única bondad, sí no has de acostarme en ella, ¡hágase tu voluntad! Como en el cielo en la tierra, en la montaña y la mar, Fuenterrabía soñada, tú campana oigo sonar.
Es el llanto del Jaizquibel-sobre él pasa el huracán-, entraña de mi honda España, te siento en mí palpitar. Espejo del Bidasoa que vas a perderte al mar, ¡qué de ensueños te me llevas!, a Dios van a reposar.
Campana Fuenterrabía, lengua de la eternidad, me traes la voz redentora de Dios, la única bondad.
¡Hazme, Señor, tu campana,
campana de tu verdad, y la guerra de este siglo
me dé en tierra eterna paz! Y volvamos al relato.]
En estas circunstancias y en tal estado de ánimo me dio la ocurrencia, hace ya algunos meses, después de haber leído la terrible Piel de zapa (Peau de chagrin) de Balzac, cuyo argumento conocía y que devoré con una angustia creciente, aquí, en París y en el destierro, de ponerme en una novela que vendría a ser una autobiografía. Pero ¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas?
En estos días de mediados de julio de 1925 -ayer fue el 14 de julio- he leído las eternas cartas de amor que aquel otro proscripto que fue José Mazzini escribió a Judit Sidoli. Un proscripto italiano, Alcestes de Ambris, me las ha prestado; no sabe bien el ser vicio que con ello me ha rendido.
En una de esas cartas, de octubre de 1834, Mazzini, respondiendo a su Judit que le pedía que escribiese una novela, le decía: «Me es imposible escribir- la. Sabes muy bien que no podría separarme de ti, y ponerme en un cuadro sin que se revelara mi amor... Y desde el momento en que pongo mi amor cerca de ti, la novela desaparece». Yo también he puesto a mi Concha, a la
madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos. Y además, lo repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque: a) se nace y se muere vivo; b) se nace y se muere muerto; c) se nace vivo para morir muerto; y, d) se nace muerto para morir vivo.
Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo, es au- tobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si este pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo.
Los grandes historiadores son también autobiógrafos. Los tiranos que ha descrito Tácito son él mismo. Por el amor y la admiración que les haconsagrado -se admira y hasta se quiere aquello a que se execra y que se combate... ¡Ah!, ¡como quiso Sarmiento al tirano Rosas!- se los ha apropia- do, se los ha hecho él mismo. Mentira la supuesta impersonalidad u objetividad de Flaubert.
Todos los personajes poéticos de Flaubert son Flaubert y más que ningún otro Emma Bovary. Hasta Mr. Homais, que es Flaubert, y si Flaubert se burla de Mr. Homais es para burlarse de sí mismo, por com- pasión, es decir por amor de sí mismo. ¡Pobre Bouvard! ¡Pobre Pécuchet!
Todas las criaturas son su creador. Y jamás se ha sentido Dios más creador, más padre, que cuando se murió en Cristo, cuando en él, en su Hijo, gustó la muerte.
He dicho que nosotros, los autores, los poetas, nos ponemos, nos creamos, en todos los personajes poéticos que creamos, hasta cuando hacemos historia, cuando poetizamos, cuando creamos personas de que pensamos que existen en carne y hueso fuera de nosotros.
¿Es que mi Alfonso XIII de Borbón y Habsburgo-Lorena, mi Primo de Rivera, mi Martínez Anido, mi conde de Romanones, no son otras tantas creaciones mías, partes de mí, tan mías como mi Augusto Pérez, mi Pachico Zabalbide, mi Alejandro Gómez y todas las demás criaturas de mis novelas? Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos.
Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes o más bien éste tanto como aquél. Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos. Y podemos decir que en el principio fue el Libro.
O la Historia. Porque la Historia comienza con el Libro y no con la Palabra y antes de la Historia, del Libro, no había conciencia, no había espejo, no había nada. La prehisto- ria es la inconciencia, es la nada.
[Dice el Génesis que Dios creó el Hombre a su imagen y semejanza. Es decir, que le creó espejo para verse en él, para conocerse, para crearse.]
Mazzini es hoy para mí como don Quijote; ni más ni menos. No existe menos que éste y por lo tanto no ha existido menos que él.
¡Vivir en la historia y vivir la historia! Y un modo de vivir la historia es contarla, crearla en libros. Tal historiador, poeta por su manera de contar, de crear, de inventar un suceso que los hombres creían que se había verificado objetivamente, fuera de sus conciencias, es decir, en la nada, ha provocado otros sucesos. Bien dicho está que ganar una batalla es hacer creer a los propios y a los ajenos, a los amigos y a los enemigos, que se la ha ganado. Hay una leyenda de la realidad que es la sustancia, la íntima realidad de la realidad misma. La esencia de un individuo y la de un pueblo es su historia y la historia es lo que se llama la filosofía de la historia, es la reflexión que cada individuo o cada pueblo hacen de lo que les sucede, de lo que se sucede en ellos. Con sucesos, sucedidos, se constituye hechos, ideas hechas carne.
Pero como lo que me propongo al presente es contar como se hace una novela y no filosofar o historiar, no debo distraerme ya más y dejo para otra ocasión el explicar la diferencia que va de suceso ha hecho, de lo que sucede y pasa a lo que se hace y queda.
Se ha dicho de Lenin que en agosto de 1917, un poco antes de apoderarse del poder, dejó inacabado un folleto, muy mal escrito, sobre la Revolución y el Estado, porque creyó más útil y más oportuno experimentar la revolución que escribir sobre ella. Pero ¿es que escribir de la revolución no es también hacer experiencias con ella?
¿Es que Carlos Marx no ha hecho la revolución rusa tanto si es que no más que Lenin? ¿Es que Rousseau no ha hecho la Revolución Francesa tanto como Mirabeau, Danton y Cía.? Son cosas que
se han dicho miles de veces, pero hay que repetirlas otros millares para que continúen viviendo ya que la conservación del universo, es según los teólogos, una creación continua.
[«Cuando Lenin resuelve un gran problema -ha dicho Radek- no piensa en abstractas categorías históricas, no cavila sobre la renta de la tierra o la plusvalía ni sobre el absolutismo o el liberalismo; piensa en los hombres vivos, en el aldeano Ssidor de Twer, en el obrero de las fábricas Putiloff o en el policía de la calle y procura representarse cómo las decisiones que se tomen obrarán sobre el aldeano Ssidor o sobre el obrero Onufri». Lo que no quiere decir otra cosa sino que Lenin ha sido un historiador, un novelista,un poeta y no un sociólogo o un ideólogo, un estadista y no un mero político].
Vivir en la historia y vivir la historia, hacerme en la historia, en mi España, y hacer mi historia, mi España, y con ella mi universo, y, mi eternidad, tal ha sido y sigue siempre siendo la trágica cuita de mi destierro. La historia es leyenda, ya lo consabemos -es consabido- y esta leyenda, esta historia me devora y cuando ella acabe me acabaré yo con ella. Lo que es una tragedia más terrible que aquella de aquel trágico Valentín de La piel de
zapa. Y no sólo mi tragedia sino la de todos los que viven en la historia, por ella y de ella, la de todos los ciudadanos, es decir de todos los hombres - animales políticos o civiles que diría Aristóteles- la de todos los que escribi- mos, la de todos los que leemos, la de todos los que lean esto.
Y aquí estalla la universalidad, la omnipersonalidad y la todopersonalidad -omnis no es totus- no la impersonalidad de este relato. Que no es un ejemplo de ego- ismo sino de nosismo.
¡Mi leyenda!, ¡mi novela! Es decir, la leyenda, la novela que de mí, Miguel de Unamuno, al que llamamos así, hemos hecho conjuntamente los otros y yo, mis amigos y mis enemigos, y mi yo amigo y mi yo enemigo. Y he aquí por qué no puedo mirarme un rato al espejo porque al punto se me van los ojos tras de mis ojos, tras su retrato, y desde que miro a mi mirada me siento vaciarme de mí mismo, perder mi historia, mi leyenda, mi novela, volver a la inconciencia, al pasado, a la nada. ¡Como si el porvenir no fuese también nada! Y sin embargo el porvenir es nuestro todo.
¡Mi novela!, ¡mi leyenda! El Unamuno de mi leyenda, de mi novela, el que hemos hecho juntos mi yo amigo y mi yo enemigo y los demás, mis amigos y mis enemigos, este Unamuno me da vida y muerte, me crea y me destruye, me sostiene y me ahoga. Es mi agonía. ¿Seré corno me creo o como se me cree? Y he aquí como estas líneas se convierten en una confesión ante mi yo desconocido e inconocible; desconocido e inconocible para mí mismo. He aquí que hago la leyenda en que he de enterrarme. Pero voy al caso de mi novela.
Porque había imaginado, hace ya unos meses, hacer una novela en la que quería poner la más íntima experiencia de mi destierro, crearme, eternizarme bajo los rasgos de desterrado y de proscrito. Y ahora pienso que la mejor manera de hacer esa novela es contar como hay que hacerla. Es la novela de la novela, la creación de la creación. O Dios de Dios, Deus de Deo.
Habría que inventar, primero, un personaje central que sería, natural- mente, yo mismo. Y a este personaje se empezaría por darle un nombre. Le llamaría U. Jugo de la Raza; U. es la inicial de mi apellido; Jugo el primero de mi abuelo materno y el del viejo caserío de Galdácano, en Vizcaya, de donde procedía; Larraza es el nombre, vasco también -como Larra, Larrea. Larrazabal, Larramendi, Larraburu, Larraga, Larreta... y tantos más- de mi abuela paterna.
Lo escribo la Raza para hacer un juego de palabras -¡gusto conceptista!- aunque Larraza signifique pasto. Y Jugo no sé bien qué pero no lo que en español jugo.
U. Jugo de la Raza se aburre de una manera soberana -y ¡qué aburrimiento el de un soberano!- porque no vive ya más que en sí mismo, en el pobre yo de bajo la historia, en el hombre triste que no se ha hecho novela. Y por eso le gustan las novelas. Le gustan y las busca para vivir en otro, para ser otro, para eternizarse en otro. Es por lo menos lo que él cree pero en realidad busca las novelas a fin de descubrirse, a fin de vivir en sí, de ser él mismo. O más bien a fin de escapar de su yo desconocido e inconocible hasta para sí mismo.
[Cuando escribí eso del aburrimiento soberano, lo mismo que las otras veces, son varias, en que lo he escrito, pensaba en nuestro pobre rey don Alfonso XIII de Borbón y Habsburgo-Lorena de quien siempre he creído que se aburre soberanamente, que nació aburrido -¡herencia de siglos dinásticos!- y que todos sus ensueños imperiales -el último y más terrible el de la cruzada de Marruecos- son para llenar el vacío que es el aburrimiento, la trágica soledad del trono. Es como su manía de la velocidad y su horror a lo que llama pesimismo. ¿Qué vida íntima, profunda, de súbdito de Dios, tendrá ese pobre lirio de milenario tiesto?]
U. Jugo de la Raza, errando por las orillas del Sena, a lo largo de los muelles, entre los puestos de librería de viejo, da con una novela que apenas ha comenzado a leerla antes de comprarla, le gana enormemente, le saca de sí, le introduce en el personaje de la novela -la novela de una confesión autobiográfico romántica- le identifica con aquel otro, le da una historia, en fin. El mundo grosero de la realidad del siglo desaparece a sus ojos. Cuando por un instante separándolos de las páginas del libro los fija en las aguas del Sena paréceles que esas aguas no corren, que son las de un espejo inmóvil y aparta de ellas sus ojos horrorizados y los vuelve a las páginas del libro, de la novela, para encontrarse en ellas, para en ellas vivir. Y he aquí que da con un pasaje, pasaje eterno, en que lee estas palabras proféticas: «Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo».
Entonces Jugo de la Raza sintió que las letras del libro se le borraban de ante los ojos, como si se aniquilaran en las aguas del Sena, como si él mismo se aniquilara; sintió ardor en la nuca y frío en todo el cuerpo, le temblaron las piernas y apareciósele en el espíritu el espectro de la angina de pecho de que había estado obsesionado años antes. El libro le tembló en las manos, tuvo que apoyarse en el cajón del muelle y al cabo dejando el volumen en el sitio de donde lo tomó, se alejó, a lo largo del río, hacia su casa. Había sentido sobre su frente el soplo del aletazo del ángel de la Muerte.
Llegó a casa, a la casa de pasaje, tendiose sobre la cama, se desvaneció, creyó morir y sufrió la más íntima congoja.
«No, no tocaré más ese libro, no leeré en él, no lo compraré para terminarlo -se decía-. Sería mi muerte. Es una tontería, lo sé; fue un capricho macabro del autor el meter allí aquellas palabras pero estuvieron a punto de matarme. Es más fuerte que yo.
Y cuando para volver acá he atravesado el puente de Alma -¡el puente del alma!- he sentido ganas de arrojarme al Sena, al espejo. He tenido que agarrarme al parapeto. Y me he acordado de otras tentaciones parecidas, ahora ya viejas, y de aquella fantasía del suicida de nacimiento que imaginé que vivió cerca de ochenta años queriendo siem- pre suicidarse y matándose por el pensamiento día a día. ¿Es esto vida?
No; no leeré más de ese libro... ni de ningún otro; no me pasearé por las orillas del Sena donde se venden libros».
Pero el pobre Jugo de la Raza no podía vivir sin el libro, sin aquel libro; su vida, su existencia íntima, su realidad, su verdadera realidad estaba ya definitiva e irrevocablemente unida a la del personaje de la novela. Si continuaba leyéndolo, viviéndolo, corría riesgo de morirse cuando se muriese el personaje novelesco, pero si no lo leía ya, si no vivía ya más el libro, ¿viviría?
Y tras esto volvió a pasearse por las orillas del Sena, pasó una vez más ante el mismo puesto de libros, lanzó una mirada de inmenso amor y de horror inmenso al volumen fatídico, después contempló las aguas del Sena y... ¡venció!
¿O fue vencido? Pasó sin abrir el libro y diciéndose: «¿Cómo seguirá esa historia?, ¿cómo acabará?». Pero estaba convencido de que un día no sabría resistir y de que le sería menester tomar el libro y proseguir la lectura aunque tuviese que morirse al acabarla.
Así es cómo se desarrollaría la novela de mi Jugo de la Raza, mi novela de Jugo de la Raza. Y entre tanto yo, Miguel de Unamuno, novelesco también, apenas si escribía, apenas si obraba por miedo de ser devorado por mis actos. De tiempo en tiempo escribía cartas políticas contra don Alfonso XIII y contra los tiranuelos pretorianos de mi pobre patria, pero estas cartas que hacían historia en mi España, me devoraban. Y allá, en mi España, mis amigos y mis enemigos decían que no soy un político, que no tengo temperamento de tal, y menos todavía de revolucionario, que debería consagrarme a escribir poemas y novelas y dejarme de políticas. ¡Como si hacer política fuese otra cosa que escribir poemas y como si escribir poemas no fuese otra manera de hacer política!
Pero lo más terrible es que no escribía gran cosa, que me hundía en una congojosa inacción de expectativa, pensando en lo que haría o diría o escribiría si sucediera esto o lo otro, soñando el porvenir lo que equivale, lo tengo dicho, a deshacerlo. Y leía los libros que me caían al azar a las manos, sin plan ni concierto, para satisfacer ese terrible vicio de la lectura, el vicio impune de que habla Valéry Larbaud. Impune. ¡Vamos! ¡Y qué sabroso castigo! El vicio de la lectura lleva el castigo de muerte continua.
La mayor parte de mis proyectos -y entre ellos el de escribir esto que estoy escribiendo sobre la manera como se hace una novela- quedaban en suspenso. Había publicado mis sonetos aquí, en París, y en España se había publicado mi Teresa, escrita antes de que estallara el infamante golpe de Estado del 13 de setiembre de 1923, antes que hubiese comenzado mi historia del destierro, la historia de mi destierro. ¡Y he aquí que me era preciso vivir en el otro sentido, ganarme mi vida escribiendo! ¡Y aun así!... Crítica, el bravo diario de Buenos Aires, me había pedido una colaboración bien remunerada, no tengo dinero de sobra, sobre todo viviendo lejos de los míos, pero no lograba poner pluma en papel. Tenía y sigo teniendo en suspenso mi colaboración a Caras y Caretas, semanario de Buenos Aires.
En España no quería ni quiero escribir en periódico alguno ni en revistas; me rehusó a la humillación de la censura militar. No puedo sufrir que mis escritos sean censurados por soldadotes analfabetos a los que degrada y envilece la disciplina castrense y que nada odian más que la inteligencia. Sé que después de haberme dejado pasar algunos juicios de veras duros y hasta, desde su punto de vista, delictivos, me tacharían una palabra inocente, una nonada para hacerme sentir su poder. ¿Una censura de ordenanza? ¡Jamás!
[Después que he venido de París a Hendaya he adquirido nuevas noticias sobre la incurable necedad de la censura al servicio de la insondable tontería de Primo de Rivera y del miedo cerval a la verdad del desgraciado vesánico Martínez Anido.
Con las cosas de la censura cabría escribir un libro que sería de gran regocijo si no fuese de congojoso bochorno. Lo que sobre todo temen más es la ironía, la sonrisa irónica, que les parece desdeñosa. «¡De nosotros no se ríe nadie!» -dicen. Y quiero contar un caso. Que fue que servía en cierto regimiento un mozo despierto y sagaz, avisado e irónico, de carrera civil y liberal, y de los que llamamos de cuota.
El capitán de su compañía le temía y le repugnaba procurando no producirse delante de él, pero una vez se vio llevado a soltar una de esas arengas patrióticas de ordenanza delante de él y de los demás soldados. El pobre capitán no podía apartar sus ojos de los ojos y de la boca del despierto mozo, espiando su gesto, ni ello le dejaba acertar con los lugares comunes de su arenga, hasta que al cabo, azarado y azorado, ya no dueño de sí, se dirigió al soldado diciéndole: «¿qué, se sonríe usted?»; y el mozo: «no, mi capitán, no me sonrío»; y entonces el otro: «sí, por dentro!». Y en nuestra España todos los pobres cainitas, madera de cuadrilleros o de corchetes del Santo Oficio de la Inquisición, almas uniformadas, cuando se cruzan con uno de esos a quienes motejan de intelectuales creen leer en sus ojos y en su boca una contenida sonrisa de desdén, creen que el otro se sonríe de ellos por dentro. Y esta es la peor tragedia. Y a esa chusma es a la que ha azuza- do la tiranía.
Como aquí también, en la frontera, he podido enterarme de la perversión radical de la policía y de lo que es este instituto de pinches de verdugos.
Pero no quiero quemarme más la sangre escribiendo de ello y vuelvo al viejo relato.]
Volvamos, pues, a la novela de Jugo de la Raza, a la novela de su lectura de la novela. Lo que habría de seguir era que un día el pobre Jugo de la Raza no pudo ya resistir más, fue vencido por la historia, es decir, por la vida, o mejor, por la muerte.
Al pasar junto al puesto de libros, en los muelles del Sena, compró el libro, se lo metió al bolsillo y se puso a correr, a lo largo del río, hacia su casa, llevándose el libro como se lleva una cosa robada con miedo de que se la vuelvan a uno a robar. Iba tan de prisa que se le cortaba el aliento, le faltaba huelgo y veía reaparecer el viejo y ya casi extinguido espectro de la angina de pecho.
Tuvo que detenerse y entonces, mirando, a todos lados, a los que pasaban y mirando sobre todo a las aguas del Sena, el espejo fluido, abrió el libro y leyó algunas líneas. Pero volvió a cerrarlo al punto. Volvía a encontrar lo que, años antes, había llamado la disnea cerebral, acaso la enfermedad X de Mac Kenzie, y hasta creía sentir un cosquilleo fatídico a lo largo del brazo izquierdo y entre los dedos de la mano. En otros momentos se decía: «En llegando a aquel árbol me caeré muerto»; y después que lo había pasado una vocecita, desde el fondo del corazón, le decía: «acaso estás realmente muerto...». Y así llegó a casa.
Llegó a casa, comió tratando de prolongar la comida- prolongarla con prisa -subió a su alcoba, se desnudó y se acostó como para dormir, como para morir. El corazón le latía a rebato. Tendido en la cama, recitó primero un padrenuestro y luego una avemaría, deteniéndose en: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» y en «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte». Lo repitió tres veces, se santiguó y esperó, antes de abrir el libro, a que el corazón se le apaciguara.
Sentía que el tiempo le devoraba, que el porvenir de aquella ficción novelesca le tragaba, El porvenir de aquella criatura de ficción con que se había identificado; sentíase hundirse en sí mismo.
Un poco calmado abrió el libro y reanudó su lectura. Se olvidó de sí mismo, por completo y entonces sí que pudo decir que se había muerto. Soñaba al otro, o más bien el otro era un sueño que se soñaba en él, una criatura de su soledad infinita.
Al fin se despertó con una terrible punzada en el corazón. El personaje del libro acababa de volver a decirle: «Debo repetir a mi lector que se morirá conmigo». Y esta vez el efecto fue espantoso.
El trágico lector perdió conocimiento en su lecho de agonía espiritual; dejó de soñar al otro y dejó de soñarse a sí mismo. Y cuando volvió en sí, arrojó el libro, apagó la luz y procuró, después de haberse santiguado de nuevo, dormirse, dejar de soñarse. ¡Imposible!
De tiempo en tiempo tenía que levantarse a beber agua; se le ocurrió que bebía el Sena, el espejo. «¿Estaré loco?»- se decía -«pero no, porque cuando alguien se pregunta si está loco es que no lo está. Y sin embargo...». Levantose, prendió fuego en la chime- nea y quemó el libro volviendo en seguida a acostarse. Y consiguió al cabo dormirse.
El pasaje que había pensado para mi novela, en el caso de que la hubiera escrito, y en el que habría de mostrar al héroe quemando el libro, me recuerda lo que acabo de leer en la carta que Mazzini, el gran soñador, escribió desde Grenchen a su Judit el 1.º de mayo de 1835: «Si bajo a mi corazón encuentro allí cenizas y un hogar apagado. El volcán ha cumplido su incendio y no quedan de él más que el calor y la lava que se agitan en su superficie y cuando todo se haya helado y las cosas se hayan cumplido, no quedará ya nada- un recuerdo indefinible como de algo que hubiera podido ser y no ha sido, el recuerdo de los medios que deberían haberse empleado para la dicha y que se quedaron perdidos en la inercia de los deseos titánicos rechazados desde el interior sin haber podido tampoco haberse derramado hacia fuera, que han minado al alma de esperanzas, de ansiedades, de votos sin fruto... y después nada». Mazzini era un desterrado, un desterrado de la eternidad. [Como lo fue antes de él el Dante, el gran proscrito -y el gran desdeñoso; proscritos y desdeñosos también Moisés y san Pablo- y de spués de él Víctor Hugo. Y todos ellos, Moisés, san Pablo, el Dante, Mazzi ni, Víctor Hugo y tantos más aprendieron en la proscripción de su patria, o buscándola por el desierto; lo que es el destierro de la eternidad. Y fue des- del destierro de su Florencia desde donde pudo ver el Dante como Italia estaba sierva y era hostería del dolor.
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